Se apaga una luz cada vez que muere una maestra o un maestro

A poca gente le dirá algo que ayer murió Susan Oldenhage. Pero esa mujer fue mi maestra de primaria en La Escuela de Lancaster, en la Ciudad de México. Cada vez que muere un maestro se apaga una de las luces que proyectamos hacia nuestro entorno en mayor o menor medida.

Si cierro los ojos aún puedo ver su mirada acuosa y serena, su silencio, su prudencia medidora de palabras pertinentes y bien sopesadas. Recuerdo su habilidad mortífera para manejar los chacos. Porque Susan era mucho más que una maestra de primaria. Llevaba un cinturón negro atado a la cintura del kimono que utilizaba en la escuela Shoto Kan de Karate Do a la que fui de niño y donde tuve como maestro a un sordomudo que, según me enteré años después por una búsqueda de Google, pasó tiempo en la cárcel y luego fue excarcelado por defectos en las pruebas en su contra. De camino a las clases de Karate con mi madre y con mi hermano oíamos en el coche El Ojo de Vidrio, una fascinante radionovela que nos hacía reír sin poder recordar por qué. Pero esa es otra historia.

Si soy profesor de inglés en la actualidad se lo debo a Susan, a su hermana gemela Bárbara y a cuantas maestras y maestros me han hablado en inglés durante mis 36 años de existencia. Pero ella ha sido de las que más me han marcado porque fue de las primeras, cuando apenas descubría el terreno de la infancia y le ponía nombres a las cosas: love, life, house, family, game, want, explain.

Nuestro mundo hoy se construye a partir de esos primeros ladrillos y cimientos que pusieron los maestros, obreros de nuestros saberes tan anónimos, tan poco reconocidos y, sin embargo, tan importantes. Susan y Miss Lolita fueron mis maestras en 2º de primaria. Me da vértigo pensar que mi hija comienza la primaria el próximo año. Sus Miss Lolitas y sus Susan le ayudarán a construir el mundo que empieza a descubrir. Contrastará la dedicación, el método de la pedagogía y la paciencia del juego con sentido de sus maestros con el frenesí, la torpeza y la falta de tiempo que a veces puede percibir en el hogar de su madre y en el de su madre por culpa de las obligaciones, de las prisas y de la vida “productiva” que nos engulle sin piedad.

Con torpeza y sin demasiado éxito le pude expresar a Susan lo importante que ha sido cuando coincidí con ella por familia (su hija está casada con Paco, mi hermano mayor). Apenas ayer, que me enteré de su muerte, empezaron a madurar ideas que incubaba desde hace años y a llegarme por aluviones recuerdos que creía apagados dentro de mí.

No sé cuántos años tenía Susan cuando emigró de Estados Unidos a México, ni a qué edad se casó ni a qué edad tuvo a Sandra y a Brenda, mi cuñada. Pero su vida ejemplifica la naturaleza nómada de muchas personas que portan una nueva luz al país que los acoge y que ellos y ellas acogen en su corazón para convertirlo en su hogar, en su patria. Porque la patria no es otra cosa que nuestro vínculo con los lugares y con las personas, sean del color que sean y hayan nacido donde hayan nacido. Susan forma parte de esa patria mía que he llevado a Estados Unidos, donde viví cuatro años, luego a España, donde llevo casi catorce, y que llevaré adonde me lleve la vida. Aprovecho para dar las gracias a todos mis maestros hoy para no llegar tarde como he llegado para dárselas a mi querida Susan.


Las fotos de la escuela fueron tomadas de la página de La Escuela de Lancaster