La obra de Marguerite Duras es un fascinante recorrido a través de una lucha con lo indecible. En las innumerables tentativas literarias que se han sucedido durante ya largo tiempo hay, más allá de las historias que los escritores nos han contado y de la forma de contárnoslas, una constante para muchos de ellos: la idea de que lo escrito es apenas la mejor aproximación a lo que quiere decirse, la constatación de la impotencia de alcanzar el lugar deseado y la prueba de la distancia que existe entre las palabras y la vida.

Foto de la contraportada del libro de Laure Adler sobre Marguerite Duras que conserva el autor, Arturo Gómez-Lamadrid.

Desde sus primeras novelas ‒ la tercera que escribió es la más conocida de ellas: Un dique contra el Pacífico (1950) ‒ hasta Los ojos azules, pelo negro (1986) o Yann Andréa Steiner (1992), pasando por El arrebato de Lol V. Stein (1964),  El vicecónsul (1965) o la más célebre de todas, El amante (1984), sus textos denotan no sólo los cambios en la concepción del oficio de escribir. Blanden asimismo la escritura como amalgama de una identidad, una historia e, incluso, una tabla de salvación. En este sinuoso camino, un tema recurrente, obsesivo, es el trastabilleo o la ruptura de los precarios asideros de una existencia femenina por la irrupción del amor.

Fotos de infancia de Marguerite Duras, del libro de Laure Adler.

En Un dique contra el Pacífico, Duras abreva en sus recuerdos de infancia para narrarnos la historia de una familia francesa pobre instalada en los confines del sudeste asiático. En esta Indochina imperial, la triada familiar está compuesta por la madre, una maestra viuda, autoritaria, con sueños de riqueza, posesiva y devastadora en el amor a sus hijos; el hermano mayor, vil, violento, vicioso y, a pesar de todo, el hijo preferido; y la hermana, una adolescente bella, dueña involuntaria de una sensualidad y una docilidad salvajes, presa de los fantasmas y los sueños de la madre, la ruindad y la violencia del hermano, y de su propio deseo. Es una hermosa novela, intensa y bien contada, pero tradicional en su forma, claramente influida por la lectura de autores como Hemingway, Faulkner o Erskine Caldwell (El camino del tabaco, Tierra trágica), lejos aún de la escritura que caracterizaría más tarde a la autora. Es Duras antes de Duras. Marguerite tenía 36 años cuando el libro se publicó, las experiencias de vida habían sido abundantes: un aborto a los 18, su matrimonio con Robert Antelme a los 25, dos terribles muertes en 1942: su primer hijo, que sólo vivió 35 minutos y su hermano menor, el bienamado Paul, muerto en Saigón; además, durante la guerra, su pensamiento político había dado un vuelco: de funcionaria y coautora de un texto del Ministerio de las Colonias se había convertido, primero, en una participante activa de la Resistencia ‒ al lado de su marido, de Dionys Mascolo, su amante y padre de su segundo hijo, y de François Mitterrand‒, y luego, en comunista.

Marguerite Duras en su madurez. Foto al libro de Laure Adler

Es sin duda Moderato cantabile (1958), la novela que marca el viraje decisivo en la obra de la autora de Escribir (1993). Empieza aquí una brevedad dura y desnuda de la escritura, un lenguaje seco, extraño, que dice a través de las pausas, la poesía y el silencio. ¿Podríamos resumir la historia? Sí, pero sin duda la empobreceremos. Un crimen pasional cometido en un bar que intriga y fascina a dos testigos de segunda mano (no vieron la comisión), un hombre y una mujer que ahí mismo sostienen reiterados diálogos y conjeturas alrededor del asesinato y durante los cuales ella bebe vino, y el giro que ocurre en el interior de estos seres, transfiriendo el supuesto deseo de la muerta a la cabeza y el cuerpo de los comentaristas, coronado por un único contacto de sus manos y sus bocas. Nada sabemos de los motivos del crimen, poco sabemos de los conversadores, está sólo un hecho y lo que él desencadena en el sino de otros.

En Hiroshima, mon amour, la película de Alain Resnais con guión y diálogos de Marguerite Duras, una mujer, francesa, tiene un encuentro fortuito con un hombre, japonés, en la ciudad del horror atómico. Ella está ahí para filmar una película sobre la paz, pero está también “ávida de infidelidad, de adulterio, de mentira”, de deseo y, a través de este hombre, de la lujuria que le provoca, revivirá una historia de amor vivida catorce años antes con un soldado alemán hacia el final de la guerra, en Nevers, la ciudad donde ella nació, creció y cumplió veinte años, la ciudad en la que fue rapada y el comercio de su padre cerrado por motivo de deshonra.

Fragmento de la entrevista de Bernard Pivot a Marguerite Duras, donde habla de su adolescencia

Terminemos nuestro breve inventario por la más enigmática de las heroínas de Duras: Lol V. Stein. Esta mujer que “se nos va de las manos como el agua” ‒ en palabras de su amante, Jacques Hold ‒, provoca múltiples preguntas sin ofrecer respuesta alguna. Lol se hunde en la locura en el transcurso de una noche, durante un baile en el Casino municipal de T. Beach, cuando una mujer que ya no es joven, con un vestido negro de escote pronunciado, Anne-Marie Stretter, seduce a su novio, baila con él ininterrumpidamente hasta el alba y, en fin, se lo arrebata, mientras ella los mira, no exenta de un bizarro éxtasis primero, en actitud de voyeur, herida después por la relegación y el abandono de los que es objeto por parte del hombre que ama.

Su estrategia de sobrevivencia es el abandono de todo, incluida ella misma. Ese es su arrebato. Pero según Tatiana, su mejor amiga, la locura de Lol es anterior a esa noche, siempre faltaba algo a Lol para estar plenamente ahí en donde estaba todo, siempre había algo de Lol que estaba allá en donde estaba sólo ella. Lo que había pasado esa noche era el desconecte también de ese allá. En 1965, Jacques Lacan escribió un elogioso texto sobre la novela y dijo: “Marguerite Duras demuestra saber, sin mí, lo que yo enseño.”

Novelas de lo indecible, de un hecho cotidiano y trascendente que estructura y disloca nuestras vidas y que llamamos amor, las historias durasianas nos mueven, nos conmueven y nos muestran que en los actos más triviales hay siempre algo que se nos escapa.