Polanco es uno de los pocos sitios que conozco en la ciudad donde la gente puede permitirse caminar sin mirar al suelo porque no hay riesgo de tropezarse con las raíces de un árbol, las grietas endémicas o una pira de piedras levantada de la noche a la mañana por un buen puñado de obreros que juegan al escondite con nuestra paciencia.

Polanco es la patria de la Zeta, la pequeña nación donde un pequeño grupo de emigrantes han decidido autoproclamarse como expatriados. Es decir emigrantes que, por tener una mejor cuenta corriente, se creen con derecho a no serlo. En Polanco hay familias enteras de españoles que pocas veces salen de la colonia si no es para ir al aeropuerto y que cumplen con el cliché del padre al trabajo, los niños a la escuela americana y la madre al gimnasio o la clase de inglés.

Por todas esas cosas, hay algunos amigos que insisten en decir que Polanco no es México. Pero yo no estoy de acuerdo. Polanco es casi lo más México de México, el fruto fresa de la dualidad en la que los aztecas basaron su cultura: la vida y la muerte, el mundo y el inframundo, el hombre y la mujer, Iztapalapa y Polanco. La cicatriz bonita de la herida de la desigualdad.