En la Calle López, en pleno centro histórico de la Ciudad de México, hay un local que cambió tres sardinas entrelazadas del Cantábrico por tres granos de café en el cartel de la puerta. La familia Villarías tenía una fábrica de conservas en Santoña (Cantabria) que estuvo abierta hasta el año 1937. Ese año los Villarías, por la guerra civil, emigraron primero a Asturias y después a Barcelona huyendo del bando nacional. Cuando constataron que el futuro no sería mejor para ellos en Cataluña, dieron de nuevo el salto y se marcharon a Francia. Allí estuvieron hasta que la amenaza nazi se cernió sobre los franceses y los Villarías embarcaron de nuevo rumbo a Veracruz. En 1942 la familia acabó en la calle López de la Ciudad de México y pudieron deshacer por fin las maletas.

Desde entonces hay un local en la esquina de esa calle en el que se puede comprar café. Los Villarías adornaron con fotos de su pueblo la barra y bordaron la bandera tricolor en las mangas de los empleados. Hoy el local vende 100% producto mexicano. Y aunque quizá sea una ironía que un café republicano venda sólo producto nacional, el olor a café molido es tan bueno que dan ganas de quedarse a pasar la tarde sin tener nada más que hacer que respirar.

Siempre que paso por allí me siento a tomar un cortado. Ayer me atendió Iván, un chico de Santoña que conoció hace unos años a la nieta de los fundadores del café en unos carnavales en Cantabria y se enamoró. Iván fue remero profesional en el equipo de Santurce hasta el año pasado, pero después de la última bandera de La Concha decidió dejarlo. Hoy echa una mano en el local familiar de los padres de su novia mientras prepara un ‘iron man’. Hablamos un rato y compartimos historias de temblores mientras pienso en que su viaje a México es una forma de cerrar el círculo y que más allá de la guerra siempre habrá mil motivos mejores para emigrar.