Hay un local en la Calle Miguel Schultz de la Ciudad de México que está repleto de máquinas arcade, tragaperras (tragamonedas en México), futbolines – que aquí llaman futbolitos- y máquinas rockolas a medio destripar. Pienso en los recreativos Lara de Aspe, mi pueblo natal, y me invade una mezcla de nostalgia y tristeza al pensar que este lugar es el cementerio de circuitos al que fueron a parar todos esos artilugios que llenaron nuestras tardes de prepubertad. Pero el dios binario parece escuchar mi plegaria y me revela que Rodolfo no es un sepulturero de joysticks, si no todo un sanador de vicios.

Rodolfo araña los cincuenta, le va al América y nunca ha jugado a videojuegos pero, como esos luthiers que no necesitan dominar un instrumento para fabricarlo bien, se dedica desde hace más de veinte años a reparar máquinas recreativas. Después de estudiar electrónica, aprendió el negocio con los coreanos de la Zona Rosa que entonces se disputaban el dominio del sector con los chinos: “Ahora los asiáticos se regresan a sus países porque con las nuevas videoconsolas el negocio está en retroceso”, me dice sentado en un bote de pintura con un destornillador en una mano y un medidor de amperios en la otra. Según él, sin competencia asiática, ya queda muy poca gente en el DF que se dedique a arreglar máquinas como la tragamonedas de Cannavaro y Ronaldo del Mundial de 2006, que es la siguiente en la lista de espera para pasar por su quirófano.

Rodolfo se entusiasma y me enseña gran parte de la colección que ha reunido en sus expediciones a decenas de antros de la ciudad. Él estudia las costumbres de los bares donde rescata las máquinas por las cicatrices que tienen en su carcasa. Algunas traen quemaduras de cigarrillos, otras están pringosas por la cerveza o tienen la huella circular de un vaso de mezcal y hasta más cosas, me dice mientras empuja con sus cejas los puntos suspensivos que deja sueltos para que cada uno rellene con su propia aberración.

Hay muchas máquinas esparcidas por la ciudad todavía, pero cada vez le cuesta más encontrarlas en un estado decente: “muchas están destrozadas o son muy viejas, yo las reparo o las vendo. Ésta te la dejo por 8500 pesos”, me ofrece. También repara rockolas pero dice que no es un negocio tan rentable en México porque “en este país o te gusta el rock o te gusta la música de banda y como los que fabricaban las máquinas querían gustarle a todos acabaron por no gustarle a nadie”.

“Vuelve otro día”, me pide antes de irme y me detiene para enseñarme una cigarrera de Marlboro que trae su propio encendedor. Es como una máquina de chicles donde se masca la adicción. Siento que es tan bonita que podría comprar dos paquetes y fumármelos allí mismo. Rodolfo me estrecha la mano mientras echo un último vistazo al local. Las máquinas de lucha tipo tekken, un videojuego de fútbol y una tragamonedas de los Simpson hacen fila con los intestinos al aire. Pienso otra vez en los recreativos de Aspe y se me revuelven las tripas. 011001, de qué nos sirvió preñar aquellos vientres con tantas monedas de cinco duros.