Si nos adentramos en la parte más antigua de Madrid puede que no reconozcamos al personaje que nos espera en ella. Su nombre, no obstante, está labrado en letras doradas en el pedestal que lo sostiene: don Álvaro de Bazán.

MADRID, España.- Las plazas más céntricas de Madrid suelen estar presididas por estatuas de personajes históricos relacionados con la ciudad o, por extensión, con la historia de España. Habitualmente son monarcas los que ocupan estos lugares: Felipe III en el centro de la plaza Mayor, Carlos III, el más ilustrado de los reyes hispanos, en la siempre concurrida Puerta del Sol, o Felipe IV en la plaza de Oriente, frente al teatro Real. Pero si nos adentramos aún más en la parte más antigua de Madrid, aquella conocida como el Madrid de los Austrias, hasta la llamada plaza de la Villa, puede que no reconozcamos al personaje que nos espera en ella. Su nombre, no obstante, está labrado en letras doradas en el pedestal que lo sostiene: don Álvaro de Bazán.

D. Álvaro de Bazán

Seguramente aquellos que se acerquen hasta allí no conozcan demasiado de su vida y hechos, más allá de lo familiar que les pueda resultar el apellido Bazán y, de alguna manera, su relación con el mundo naval, aunque solo sea de manera vaga. Y es que don Álvaro de Bazán, por encima de cualquier otra consideración, ha pasado a la historia como uno de los más insignes marinos españoles. Sus hazañas no se sitúan en el campo de las exploraciones oceánicas o de la apertura de nuevas rutas, sino en el terreno bélico, donde, según nos cuentan los historiadores, jamás conoció la derrota.

A nuestro personaje hay que encuadrarlo en la segunda mitad del siglo XVI, en tiempos del rey Felipe II, cuando los frentes abiertos de la Monarquía Hispánica se multiplicaban por doquier. Sus primeras actuaciones lo sitúan en la defensa de las costas mediterráneas frente a los constantes ataques de piratas berberiscos, procedentes en su mayoría del norte de África. Sin embargo, el hecho más significativo de su historial bélico hay que ubicarlo en la afamada batalla de Lepanto, donde se erigió en el hombre clave en la victoria de las galeras cristianas sobre las del imperio otomano, una victoria que estableció el statu quo en el Mediterráneo durante las siguientes décadas.

Aunque tampoco podemos olvidar su actuación en el Atlántico, esta vez en pugna con ingleses y sobre todo franceses, a los que derrotó en la batalla de la isla Terceira, en el archipiélago de las islas Azores, por la posesión de este territorio. La isla tenía un gran valor estratégico, debido a que el régimen de vientos en el Atlántico hacía que todos los buques españoles que realizaban la “carrera de las Indias” y los buques portugueses que regresaban de las Indias Orientales tuvieran que pasar por estas islas. Recordemos que justo en aquellos momentos la corona de Felipe II incluía también el reino de Portugal.

Viso del Marqués

Todos estos hechos bélicos le dieron fama y reconocimiento a nuestro personaje, pero su memoria seguramente hubiera sido otra si hoy no existiera un edificio construido a mayor gloria de sus heroicos actos: el palacio del Viso, mandado erigir por el que ya entonces había sido distinguido como primer marqués de Santa Cruz. Un somero repaso por lo que significó esta construcción nos ayudará a conocer un poco más de don Álvaro de Bazán.

Patio del palacio del Viso

Ubicado en la provincia de Ciudad Real, en la localidad de Viso del Marqués, en lo que por entonces era el camino real que llevaba desde Madrid hasta Andalucía, el palacio destaca por su monumentalidad y por su estilo arquitectónico, y es que nos encontramos ante un edificio plenamente renacentista en medio de la meseta castellana. Si no supiéramos sus coordenadas geográficas bien podríamos pensar que estábamos en la Génova del Cinqueccento; no en vano se dice que está inspirado en otro palacio similar, propiedad de otro gran marino, el genovés Andrea Doria.

Este edificio, construido como residencia y a la vez como símbolo de estatus, posee todo un completo conjunto iconográfico a mayor gloria del marqués de Santa Cruz. Porque, como buen hombre del renacimiento, para el marqués la fama era un aspecto esencial en la vida. Así, en sus paredes encontramos un espléndido conjunto pictórico al fresco, compuesto por el relato de todas las grandes batallas en las intervino don Álvaro, visible en la zona más pública del palacio, más un deslumbrante repertorio de mitología clásica, de historias romanas o de pasajes bíblicos, situado en las salas más privadas y ceremoniales.

Tampoco faltan en el edificio las esculturas de don Álvaro, de noble mármol, que, como no podía ser de otra forma, ensalzan su figura, hasta el extremo de que el marqués está representado a la manera de los dioses romanos. En una de ellas porta los atributos propios del dios Neptuno, señor de los mares, en clara alusión a su dominio en los enfrentamientos navales; en otra es trasunto del propio dios de la guerra, Marte, que viene a ensalzar, hasta elevar a este nivel divino, la intensa actividad bélica que desarrolló durante toda su vida.

Despidiéndonos ya de estas esculturas, y con ello cerrando esta breve referencia a Viso del Marqués, regresemos de nuevo a Madrid, a aquella otra que nos dio pie para indagar, siquiera someramente, quién era el hombre representado en bronce que nos contemplaba erigido en un pedestal en la plaza de la Villa de Madrid. Su memoria ha llegado hasta nuestros días, ayudada, tal vez, por esta efigie, y, cómo no, por un palacio enclavado en la meseta castellana. Y por si esto fuera poco, la pluma del mismísimo Lope de Vega contribuyó también a perpetuar su recuerdo con estos versos (que, por otra parte, también están labrados en letras doradas a los pies de la estatua madrileña):

El fiero turco en Lepanto,

en la Tercera el francés,

y en todo mar el inglés,

tuvieron de verme espanto.

Rey servido y patria honrada

dirán mejor quién he sido

por la cruz de mi apellido

y con la cruz de mi espada.