El triángulo para dar a cada paciente la autonomía que le corresponde en cada intervención médica lo conformarían la comunicación, la ética y la educación. Así lo afirma Ramón Ortega Lozano, autor de este artículo. “La relación de ayuda está incompleta sin estos eslabones y de nosotros depende que estos elementos se incorporen cada vez más en la atención sociosanitaria”, dice.

Por Ramón Ortega Lozano.

Se sabe que los médicos llevan a cabo el pronunciamiento del Juramento Hipocrático como un antiguo rito de iniciación para adentrarse en su profesión. Consiste en un compromiso que expresa unas reglas éticas que el médico debería seguir al ejercer su oficio. El juramento original es un brevísimo código deontológico que expresa ciertas obligaciones como evitar el daño o perjuicio al paciente a través del tratamiento; nunca dar un fármaco letal o abortivo; atender al paciente sin incurrir en prácticas corruptas, con ellos o sus familiares (especialmente las sexuales); y guardar discreción de la información que oyese de los pacientes o sus familiares durante su consulta.  De esta manera formó parte inherente de la práctica médica, y a más de 2000 años de su probable creación (s. V ó IV a. C.), el juramento fue reformulado en la Declaración de Ginebra de 1948 y más tarde por el Dr. Louis Lasagna en 1964.

Lo cierto es que este código que rigió la moralidad en la práctica médica por más de dos milenios no habla en absoluto del derecho que tiene el paciente de saber la información sobre el diagnóstico de su enfermedad y de los posibles tratamientos. Tampoco menciona si es el profesional de la salud quien tiene la obligación de brindar al paciente este conocimiento y, mucho menos, si debería otorgar al paciente la libertad de aceptar, rechazar o elegir entre los posibles métodos de curación que podrían aliviar su malestar. No es de extrañar que durante siglos y siglos fuesen los sanitarios quienes tomaran las decisiones sobre la terapéutica a seguir de forma unidireccional. De hecho, no es hasta las décadas de 1950-1960 cuando se empieza a valorar la autonomía del paciente.

El paternalismo médico ilustra el papel que ejercía el médico en la toma (inapelable) de la decisión sobre los métodos terapéuticos. Por tanto, el médico paternalista es el profesional que limita la autonomía del paciente, bien sea porque considera que las decisiones que él toma tienen la finalidad de beneficiar al paciente (aliviar su malestar o enfermedad), o porque cree que tiene toda la legitimidad que le brindan sus años de estudios para tomar la batuta en las decisiones (y que el paciente no es capaz de asumir).

Ese paternalismo está denostado en la actualidad. Incluso ha dejado el terreno ético, para aterrizar en el terreno legal. En la actualidad un profesional de la salud tiene el deber de informar al paciente sobre la enfermedad, el tratamiento que le sugiere seguir, otros tratamientos alternativos (si existen), etc. Con esta información el paciente tiene el derecho de decidir qué hacer con respecto a su salud y consolidar así su autonomía.

Pero el consentimiento informado, en el que se expone una larga lista de tecnicismos y posibles peligros de cada intervención, ¿realmente le está otorgando el libre ejercicio de su autonomía? Más bien parece ser un documento legal que quitará responsabilidad al centro hospitalario o al sanitario si algo no sale como se esperaba.

Este consentimiento no basta desde el punto de vista ético para que el paciente pueda ejercer su autonomía. Aquí entra una dimensión que también ha sido puesta en práctica desde los inicios históricos de las relaciones de ayuda, pero que no es hasta hace relativamente poco que se ha comenzado a estudiar y sistematizar (también hacia los 50-60): la comunicación entre paciente y profesional de la salud. ¿Si el profesional de la salud no cuenta con una destreza comunicativa cómo puede ser capaz de informar de forma efectiva al paciente? ¿Si no existe una comunicación efectiva, cómo puede hablarse de autonomía del paciente?

Si un profesional de la salud usa demasiados tecnicismos a la hora de explicar a un paciente su enfermedad, éste no comprenderá la gravedad/levedad de lo que le sucede, quizá tampoco entienda en qué consiste el tratamiento que el profesional le sugiere y mucho menos sus alternativas.

Al encontrarse en una posición débil, es probable que opte por hacer lo que el profesional le indique sin apenas cuestionarlo. En otras palabras, no está haciendo uso de su autonomía y el médico está siendo paternalista, pese a que él justifique que en su actuación le he explicado al paciente su malestar y las opciones que tenía. En el otro extremo se encuentra el profesional que, con el afán de que su paciente pueda comprenderle, le explica todo de manera simplista. De esta manera le ayuda a entender de forma muy general la causa de su malestar, pero no llega a informarle de particularidades fundamentales como puede ser la duración del tratamiento, la posible actuación “invasiva” de un determinado tratamiento, posibles consecuencias a mediano y largo plazo, etc. Esta simplificación excesiva también puede poner en riesgo la autonomía del paciente, pues éste puede llegar a optar por un tratamiento complejo y de consecuencias serias, por creer que era algo más sencillo, o simplemente no tomarse en serio un régimen, una medicación, etc.

Aquí entra un tercer vértice de este triángulo de excelencia del profesional de la salud: la educación. Es fundamental brindar una sólida educación sobre destrezas transversales como la comunicación, así como de un aspecto humanístico que incluya la dimensión ética. De esta forma el triángulo lo conformaría la comunicación, la ética y la educación. La relación de ayuda está incompleta sin estos eslabones y de nosotros depende que estos elementos se incorporen cada vez más en la atención sociosanitaria.