Un esguince de tobillo estuvo a punto de truncar el recorrido de la mexicana Myriam Ojeda antes de su cuarta jornada por la Ruta del Císter, pero sacó desde su interior las fuerzas y la valentía que necesitaba para alzarse hasta la cima de Santes Creus. El cansancio físico, el dolor  y la falta de contacto humano durante horas pueden hacer mella.

 

Me siento feliz y renovada, lista para retomar el camino, pero algo no anda bien. No sabía que sufría un esguince de tobillo, sólo lo noté hinchado y andar con la bota era un suplicio. Alex me ayuda a vendarlo, pero lo ve muy mal y ofrece llevarme a Montblanc, ya que ellos van para allá.

Montblanc significa terminar antes mi recorrido. Mejor dicho: ir a Montblanc significa no terminar.

Y le digo que no.

-El trayecto a tu siguiente destino son muchas horas en el bosque y no tendrás señal para pedir ayuda- Insiste Alex.

– No importa, sigo.

En ese momento pensé que mi peor riesgo era llegar con una sobredosis de Paracetamol y Metocarbamol. En retrospectiva no me arrepiento, pero el riesgo que tomé era más grande: que mi ritmo fuera muy lento, lleno de dolor y que la noche me sorprendiera.

Me da gusto cuando Alex dice: “por eso los mexicanos son tan valientes y las mujeres más”. La cuestión de género la guardo en mi ego, pero en realidad mexicanos y mexicanas somos aventados, lanzados, criados bajo la filosofía de “a rajarse a su tierra”.

Decidida a seguir, pero nerviosa por el dolor y preocupada por no volver a encontrar la GR175, sucedió algo de lo que me gusta llamar “sincrodestino” o casualidad para los escépticos y es que, por distracción, o por mi subconsciente que quería algo de Casa Miret acompañándome, llevé entre mis cosas las llaves de mi habitación por lo que Alex alcanza a gritarme por la ventana que me esperara para devolverlas y, además, me trasladaran en coche al inicio de la ruta en Montbrió.

Me cuenta que más de una vez han tenido que ir a rescatar a algún senderista que sobreestima su capacidad. Lo más notable: cuando hospedaron a dos señoras de 60 años de Oregón que realizaban la ruta completa en excelentes condiciones físicas.

“La zona es tan poco concurrida que hace que sea atractiva para aquellos que consideran que el Camino de Santiago tiene demasiada afluencia”, comenta.

Puede ser, yo la recomiendo ampliamente a aquellos que desean verdaderos momentos de introspección y meditación activa, claro, si es que logran mantener la concentración. Yo por mi parte valoro los momentos de inspiración y claridad para cuando regrese a mi vida cotidiana, dicen que una mente no puede regresar a su estado original después de una nueva experiencia. Pero no todo es el momento de gran iluminación espiritual, muchas veces mis pensamientos se centraron en el dolor del tobillo, en tener calor, tener frío y por supuesto el clásico: “¿Falta mucho?”

Disfruto mucho poder recorrer una zona que no tenga basura, que esté señalada, pero sobre todo sentirme segura. Desafortunadamente en México muchas áreas se han vuelto muy peligrosas para deportes al aire libre, incluso dos ciclistas extranjeros fueron encontrados muertos en Chiapas hace unos meses y, en el Iztaccíhuatl, hubo un asalto al refugio y matanza a una familia en 2015. Yo misma he estado acampando con amigos en las Lagunas de Zempoala donde la policía nos ha tenido que cuidar. Por eso aprecio tanto la posibilidad de poder transitar así. Desafortunadamente el ser mujer te pone en una situación de mayor vulnerabilidad. Aunque se trata de una situación universal, es más marcada en países con menor desarrollo, como Marruecos, donde ya incluso existe una aplicación donde mujeres pueden calificar los lugares públicos de acuerdo al nivel de agresión contra ellas.

Aún cuando me encuentro dentro del bosque por la GR175, me pone nerviosa el clima nublado, el dolor en pie y no estar segura si sigo por la ruta correcta pues hay tramos que no están señalizados, así que cada marca se agradece. Tengo lo que en inglés se diría: FOMR – Fear of missing the route.

Después de un suave pero largo ascenso, llego a la roca de Cogulló, el punto más alto de la Ruta del Císter y con vistas a la Concá de Barberá y Tarragona, incluyendo la Sierra del Tallat con sus turbinas eólicas. La vía está muy protegida con barandales, en realidad es el único punto que hay que bajar con rocas y cierto riesgo de caída. Agradezco profundamente a quienes hayan protegido el lugar por pensar en nuestra seguridad y evitar accidente.

Una vez en Pont d’Armentera encuentro una escena de la vida cotidiana: una pequeña pipa de gas tratando de entrar en una de las estrechas calles, un señor que, a manera de “viene – viene” lo apoya y dos mujeres caminando más adelante. Nunca antes había valorado tanto el saludo, ese que en las grandes ciudades omitimos con los desconocidos. Después de 6 horas sin contacto humano, un simple “hola” se vuelve un reconocimiento a dos seres de la misma especie, 4 letras pronunciadas que escucho como si dijeran “vas bien y aquí estamos para apoyarte” aún si no sonreían. Eso porque me gusta ser positiva, porque quizá pensarían: “ese acento no es de por aquí, ¿qué hace esta mujer sola con una mochila?” Como una señora de Blancafort: ¿viniste de México sólo para esto?  Tal vez la que está mal soy yo por encontrar fascinante este territorio o simplemente nuestros referentes son distintos: Ellos ven lo de todos los días, yo me siento en una cápsula del tiempo.

Llego a Pont d’Armentera, con tan sólo 515 habitantes. Sigo por la pista forestal pasando al lado de unos viñedos, el dolor de tobillo aumenta, falta sólo una hora de camino aproximadamente, pero tiene elevación. Me como unas gomitas o gominolas para no perder el ritmo, pero no es suficiente y me agoto en cada paso. Descubro que no hay gel energético que se compare con unas gotas de lluvia. A pesar de llevar una bolsa seca, la idea de mojarnos mi mochila y yo despierta la reserva de energía de emergencia y empiezo a trotar ligeramente. El cuerpo y la mente humana son impresionantes.

Venzo la carrera contra la precipitación al llegar a Santes Creus, cuyo recinto fortificado se asoma a lo alto como protagonista del paisaje. Construido en 1158, de estilo cisterciense y románico, su conjunto arquitectónico tiene como núcleo principal las tres piezas básicas de la vida monástica: Iglesia, claustro y sala capitular. Lo completan el locutorio, la sala de los monjes o scriptorium y, en una segunda planta, el dormitorio común. Anexas al grupo de dependencias anteriores se encuentran otras como la enfermería, las habitaciones de los monjes jubilados, el claustro posterior, el Palacio Real, además de un espacio destinado a cementerio. Existe la primitiva capilla de la Trinidad, el Palacio Abacial, la capilla de Santa Lucía y el Arco Real de acceso a la plaza de San Bernardo. Todo un universo cubierto por murallas.

Sobre el nombre de Santes Creus cuenta la leyenda:

“…Los pastores del lugar solían en invierno traer a su ganado desde las montañas a las tierras más bajas donde se disfrutaba de un clima más suave. La gran cantidad de ganado dejaba sobre estos terrenos materia orgánica de sus defecaciones y abandono de animales muertos, esto hacía que debido a su putrefacción y cuando se originaban lluvias, durante las noches se desprendieran gases fosforescentes, que formaban unos fuegos fatuos, a la vista de lo cual los pastores lo tomaban como un hecho sobrenatural y milagroso, por lo que iban colocando cruces de madera allí donde la noche anterior habían visto las luces. Esto hizo que se empezara a conocer este territorio con el nombre de ‘campo o lugar de Santes Creus’.

Podía decir que había conseguido mi misión. Ahora sólo quedaba volver a Montblanc.