Hace una semana salí a caminar por la San Rafael, una de las colonias al norte de Reforma. Si fuera agente inmobiliario diría que sus calles tienen potencial, si fuera político que de día son tranquilas y si fuera escritor que, la mezcla de antiguo lujo y nuevas ruinas, le dan un aire perfecto para pasear. A la colonia no le falta de nada: tiene su iglesia del siglo XV, su cine abandonado, su Sanborns, dos logias masónicas, un buen puñado de teatros y un viejo squash transformado por unos jóvenes artistas en epicentro de la gentrificación.

Antes de salir de la San Rafael, y como pretexto para poder aliviar mi vejiga en un baño, me senté a tomar algo en un local de la calle Maestro Antonio Caso. El Gran Premio es uno de esos viejos locales que muelen café en una esquina del salón y lo sirven en las mismas mesas que compraron en los años sesenta. Yo pedí una coca cola y me senté entre una rincón en el que unos estudiantes de la Universidad del Valle de México hablaban de libros de derecho y otra en la que dos jubiliados calculaban a mano la base impositiva de algún trato que se acaban de cerrar.

Antes de ir al baño eché un vistazo al local y me llamó la atención el apellido de su fundador: Gispert. Como últimamente todos los caminos me conducen a los españoles del exilio y el apellido suena muy mediterráneo, me dio por buscar el nombre en Google mientras esperaba a que me sirvieran mi excusa para poder visitar el servicio. Entre reseñas de Timeout y valoraciones de Tripadvisor encontré una entrevista al señor fundador, que era el mismo al que estaba de pie en la barra cobrando las facturas. Allí contaba que su bar había sido refugio de masones, actores y estudiantes y que a todos los gremios había asustado alguna vez el fantasma de una niña que moraba en el lugar y que aprovechaba el baño para manifestarse.

A mí me dio la risa pero la coca cola llegó y allí estaba yo, entre la necesidad apremiante y la tenebrosa información que acababa de recoger. Fui al baño, claro que fui, porque la necesidad siempre es mayor que el temor y, salvo que había papel, no encontré nada extraño en aquel cuarto. Me lave las manos, pagué y me fui. Estoy seguro de que fue un despiste sin mala intención pero junto a mi coca cola insistieron en cobrarme también un cortado y en ese momento no supe qué decir. No creo en los fantasmas, pero prefiero pensar que invité a un café a una niña y no que fui tan pendenjo como para quedarme en blanco otra vez.