Estoy sentado en El Péndulo, un café librería de Álvaro Obregón. Frente a mí, un señor con ojeras de besugo adiestra a una candidata preocupada por el trasvase de votos del Movimiento Ciudadano a Morena en su delegación. El PRI no sube, le escucho decir mientras toman agua mineral, café y una ensalada de cifras y siglas que me da acidez sólo de escuchar.

Quisiera apuntarlo todo pero he olvidado mi pluma en casa y al preguntar cuánto me cobrarían aquí por una la dependienta me ha dicho que 90 pesos por la más económica. Digo que no y me siento de nuevo, me niego no porque ya controle bien la cuota de cambio del euro a la moneda mexicana, pero acabo de comer en una fonda por ese precio y entiendo que no es bueno pagar por tinta más que por un menú de dos platos y cerveza.

A mi izquierda una chica busca información sobre el museo de Frida Khalo y a la derecha tres chicos que parecen tener mi edad discuten, güey, sobre los costos de producción, güey, del departamento de ventas de su empresa, güey. Por más güey que usen la gente que trabaja con números siempre parece mayor.

Cuando vuelvo a la mesa del besugo y la candidata, ella dice letra por letra que ‘la literatura es algo maravilloso’. No sé qué clase de piruetas ha dado la tarde para que lleguen a esa conclusión pero me preocupa que el hombre ojeroso asienta porque, no es que en cuatro días me haya vuelto un experto en política mexicana pero, hasta yo sé que esa frase no va a hacerle ganar votos en ningún país.

Sobre la mesa tengo a la hoja en blanco de mi libreta mirándome con despecho. La chica de mi izquierda pide la cuenta y apaga el ordenador. Vamos a contratar a más gente, güey, no ganamos dinero pero no perdimos, güey, basta ya, güey. Y así es como pasan mis primeras tardes en esta ciudad.