“El acento de un pueblo es parecido a una enfermedad y su contagio se encuentra sujeto a unos límites geográficos parcialmente establecidos. Cuando uno permanece en un lugar durante el tiempo suficiente para incubar la enfermedad, terminará por cambiar su propio acento. Otra peculiaridad es que esta especie de virus se debilita e incluso puede llegar a morir cuando se encuentra fuera de su ámbito regional”.

Crónica de Ramón Ortega Lozano *

MADRID, España.- Llegué a Madrid con mi acento defeño (de la Ciudad de México, antes D.F.), pero poco a poco fue debilitándose. Al principio el nuevo acento invadió mi organismo lentamente, lo que ocasionó que tuviera un modo de hablar relativamente artificial; las nuevas palabras que iba aprendiendo me salían forzadas. Tenía que meditarlas antes de pronunciarlas. Sin embargo, llegó un momento en el que una palabra se apoderó de mí: el tan sonado “vale”. Ese “vale” ya no me salía fingido, aparecía con toda naturalidad y a veces de imprevisto. Ese fue el síntoma definitivo que constató que había sido infectado con el acento español (y, peor aún, el madrileño).

Para ese entonces mi viejo acento ya empezaba a consumirse por encontrarse aislado. Así que en vez de decir “chido” me salía “guay” o en vez de mencionar que algo “se me antoja”, decía “me apetece”, “legaña” por “lagaña” y “salir a beber” en lugar de “salir a chupar”. Había veces que mi antiguo virus se reforzaba con el de otro compatriota. Es como si los agentes morbosos de dos personas, por estar juntos, se transmitieran un poquito de información; la suficiente para que por una breve conversación prevaleciera esa añeja forma de hablar superponiéndose a la nueva infección.

Con el tiempo mi ajado acento comenzó a morir. De hecho, había momentos en los que era incapaz de recordar cómo decía tal o cual concepto en México. Y si quería hablar con acento mexicano, tenía que imitarlo; tal como me pasaba al principio con el español.

Lo cierto es que el acento es una patología muy contagiosa. Al grado de que puede contraerse por teléfono. A mí se me cambiaba el acento al mexicano cuando hablaba con familiares o amigos de mi país. Pero el componente geográfico está por encima de todo esto. De hecho, la primera vez que volví a mi tierra de vacaciones, sólo bastó que pisara el suelo del aeropuerto de la Ciudad de México, para enfermarme de golpe con mi antiguo virus acentual. Sin tener que cruzar palabra con nadie brotó en mi organismo y el acento defeño volvió. Además, está claro que es un tema espacial, porque no importa que estés dentro de un mismo país, siempre se habla de distinta manera en el norte que en el sur y en el oeste que en el este. El acento inexorablemente cambiará una vez que hayas pasado el tiempo suficiente para incubar el virus acentual de la región donde te encuentres.

Como es una enfermedad que sólo altera la forma de hablar y como casi nunca tenemos tiempo para detenernos a oírnos, es una patología que pasa desapercibida. Los que más la notan son los que se han contagiado de otras enfermedades “acentuales” al cambiar de localidad. Los que nunca han viajado o, de plano, nunca se han escuchado con objetividad, creen que ellos “no tienen acento”. Pues temo decirles que se equivocan, todos tenemos acento; es una epidemia incontrolable. Así que me río de cuando solía decir: “si yo no tengo acento”, porque cuando escucho a aquellos que hablan como yo lo hacía, me suenan hasta graciosos. Tal como yo les debo sonar ahora a ellos.


Ramón Ortega Lozano

* Profesor Doctor del Centro Universitario San Rafael-Nebrija, miembro de la Red Global Mx, capítulo España
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