Héctor González Larrazolo, jugador del Atlante de México y de la selección mexicana hasta donde sabe el autor de este artículo por anécdotas, dedicó su madurez a entrenar a jóvenes futbolistas que lo recuerdan no sólo por sus conceptos en la cancha, adelantados en ese tiempo. Sobre todo lo valoran por el sentido de equipo, la cultura del esfuerzo y de la disciplina que promovía en su escuela de fútbol. Carlos Miguélez Monroy, uno de ellos, se encontró con el viejo entrenador en Madrid para recordar juntos esos años porque, como decía Azorín, vivir es ver volver.

MADRID, España.-

“¿Carlitos?”

“¿Quién es?”

Estaba yendo en contra de mi principio de no hacer preguntas cuando conozco la respuesta. Reconocía la voz de Héctor González Larrazolo pero me descolocaba oírla en el teléfono, en Madrid, en pleno mes de agosto, si no me había avisado de que viajaría desde México a Madrid.

“¿Pues quién va a ser?”, me dijo.

Sonaba muy seguro de que lo había reconocido. En efecto.

Nuestro encuentro unas horas más tarde fue tan entrañable como el que tuvimos en México unos meses atrás, cuando fui con mi padre a su despacho en lo más alto de un edificio en Insurgentes y después a comer a un restaurante sonorense.

Le presenté con orgullo a mi pareja y a mi hija y hablamos mientras esperábamos a que bajara su esposa, Irene, a la que vi igual que la última vez que nos vimos, hace no menos de 20 años. Caminamos desde su hotel, en la Plaza Neptuno, hasta la terraza del edificio donde está el Ayuntamiento de Madrid. Las increíbles vistas acompañadas de deliciosos tintos de verano compensaban las bocanadas de aire caliente que se sentían de vez en cuando por la fuerte ola de calor, la primera del año, que acababa de comenzar.

A partir de entonces dejó de transcurrir el tiempo cronológico que marcan nuestros relojes, nuestros compromisos y nuestras obligaciones. Como la comida en México, nuestra cena se convirtió en una experiencia kairológica en la que viajamos juntos en el tiempo y en el espacio. Fuimos a México, a su juventud, a mi infancia, a su madre que acaba de morir, a sus hijos Héctor y Manuel, y nietos a los que conocí bebés, a mis hermanos y mi familia y a mi trabajo, a los recuerdos que se confunden con anhelos que quizá nunca llegaron a ocurrir del todo, a los años que nos dejaron de pertenecer del todo porque no podemos tocarlos cada vez que cerramos los ojos, como nos gustaría. En su lugar vienen destellos, impresiones, sonidos y olores que no se pueden fijar.

“Un día, en el Asturiano, vi como un niño se acercó a un entrenador para preguntarle si podía jugar en su equipo. ¿Cuántos años tienes?, le preguntó el entrenador. Seis, respondió el niño. Entonces no puedes”, me contó Héctor, a quien considero uno de los maestros que más han influido no sólo de entender el fútbol, el deporte, la disciplina y el sentido de equipo, sino también en la forja de mi carácter y de mi personalidad.

La decepción en la cara de ese niño se convirtió en la semilla de la gran escuela de fútbol que creó durante años aunque sin una constitución legal ni estructura definida más allá del Río Sella, equipo que registraba y dirigía en distintas categorías en el Centro Asturiano de México y que marcó época por la cantidad de ligas y de copa que ganaron durante varias temporadas.

Consiguió que le prestaran un campo durante tres horas los sábados para entrenar de forma gratuita a niños de distintas edades. Así fue como conoció a Francisco Miguélez Prieto, mi padre, que llevaba a jugar a Paquito, mi hermano, y después lo recogía. Eso cambió con el tiempo, según me contó Héctor. Trabó amistad con mi padre, que entonces trabajaba en los laboratorios Upjohn donde había un campo de fútbol. Con el tiempo consiguió que los grupos de Héctor entrenaran ahí los fines de semana y, más adelante, en los laboratorios Searle.

Además de la experiencia de aquel niño, Héctor nos contó que ya entonces se había dado cuenta del peligro de las drogas que acecharía a muchos jóvenes si no encontraban una disciplina que diera sentido a sus vidas. Disciplina. Una palabra que repite desde que lo recuerdo, él grande como aún es, yo pequeño que veía el campo de fútbol como una pradera infinita y las porterías inabarcables. Repite la palabra como entonces, sin miedo a que los tiempos carentes de referentes la hayan convertido en reliquia dictatorial.

Mientras escribo estas líneas me viene el recuerdo de un auditorio donde se proyectaba una película. Consigo visualizar a unos ciegos que corrían en una especie de carrera a través de campo y montaña. Héctor había convocado a sus pupilos y a sus familias, que no podían contener las lágrimas ante semejante muestra de pundonor y de lucha.

Recuerdo viajes en autobús a Querétaro y partidos épicos donde sus jugadores, y no sólo mi hermano Paco, se convertían en mis héroes: el Halcón, Agustín, Juan Camarena, Héctor chico, Manolo, el Cani, Paco Hernández y tantos y tantos cuyas caras se me vienen ahora a la memoria.

Si realmente ocurrieron estos recuerdos, sirven para avalar el impacto que Héctor ha tenido en tantas personas como yo. Pero también si los ha fabricado mi memoria y cierta tendencia a idealizar a quienes admiro, querrá decir que las palabras de un viejo maestro tienen el poder de crear narrativas de vida basadas en valores fundamentales.

Al terminar la cena, regresamos a su hotel despacio por el Paseo del Prado. Me dijo que tenía un viejo video grabado ahí mismo pero cuarenta años atrás en el que salían Raúl Orvañanos, entonces jugador del Atlante y hoy un famoso comentarista de fútbol y otros compañeros con los que había viajado a España. No sé si me haga caso y lo vaya digitalizar para dejar una evidencia más con la que pueda decir, como García Márquez, confieso que he vivido. Pero incluso si nunca llega a mis manos ese video eternamente agradecido por la llamada que me hizo esa mañana para vernos en Madrid. Habría pagado por tener ese encuentro pero, como muchas de las cosas excepcionales de la vida, se producen de forma gratuita. Tan sólo basta con estar donde conviene en el momento oportuno con un corazón a la escucha.