Para el historiador Fernando Padilla, la retirada de una estatua de Colón del Grand Park en los Ángeles pretende hurtarle identidad a la comunidad hispana, de herencia católica y de lengua española, que en unos años será mayoritaria en California. Asegura que “la conquista de América no derivó en genocidio alguno. La conquista del Nuevo Mundo fue, como todas, violenta y profundamente traumática para la población nativa […]. No hubo genocidio porque no hubo voluntad de exterminar”.

Por Fernando J. Padilla Angulo

El pasado 10 de noviembre, el Ayuntamiento de Los Ángeles retiró la estatua de Cristóbal Colón del Grand Park, en el que llevaba instalada desde 1973, a pocos metros de la catedral católica. Los dos principales promotores de la medida han sido los demócratas Hilda Solís, antigua secretaria de Trabajo con Obama (2009-2013) con cargo en el condado angelino, y Mitch O’Farrell, concejal representante del distrito número 13, de mayoría hispana, en el ayuntamiento. Solís consideró este hecho como un “acto de justicia reparadora” para los nativos americanos de los Estados Unidos, mucho menos numerosos al norte de la frontera trazada en 1848 tras la conquista del norte de México. Para O’Farrell, la estatua de Colón suponía un intolerable homenaje a uno de los responsables de “uno de los mayores genocidios de la Historia”.

Por mucho que se empeñe O’Farrell con tanta vehemencia como desconocimiento de la Historia, la conquista de América no derivó en genocidio alguno. La conquista del Nuevo Mundo fue, como todas, violenta y profundamente traumática para la población nativa. No obstante, como apuntaba el gran antropólogo mexicano Miguel León Portilla, la conquista fue hecha por los indígenas, pues sin la ayuda de centenares de miles de ellos, unos pocos españoles jamás hubieran derribado a los imperios mexica e inca. No hubo genocidio porque no hubo voluntad de exterminar. Hubo, bien es cierto, una debacle demográfica de proporciones catastróficas a lo largo del siglo XVI debido a la importación involuntaria de enfermedades desde la vieja Europa.

Sin embargo, del horror de la conquista brotó una civilización brillante que se fue forjando durante siglos sobre la base de la lengua española, la religión católica y el derecho romano que une, con más o menos matices, con fervor o sin él, a millones de personas de Los Ángeles a Buenos Aires. Esta es la realidad incómoda con la que el indigenismo sin indios es incapaz de reconciliarse, y que tan bien supo reflejar Jorge González Camarena en 1960 en La fusión de dos culturas. De la lucha del mexica y el castellano nació México, y por extensión América.

La retirada de la estatua no es un acto de reparación histórica. Es un acto profundamente ideológico. Tampoco sorprende que tenga lugar en California, la cuna de lo políticamente correcto. Ya en 1992, en plena conmemoración del quinto centenario del encuentro de ambos mundos, la muy acomodada y anglosajona ciudad de Berkeley decidió rebautizar el 12 de octubre como “Día de los Pueblos Indígenas”. Las estatuas de los padres fundadores de los Estados Unidos, miembros de la civilización de origen británico que arrasó con los habitantes nativos, sin embargo, siguen en su sitio.

Tampoco es California la excepción. El Gobierno argentino desplazó del corazón de Buenos Aires la estatua a Colón en 2013, pero se la mantiene a Juan Manuel de Rosas, el general que quiso poblar el sur de Argentina de europeos a base de eliminar a los molestos indios patagones. También Lima retiró de la Plaza Mayor a Francisco Pizarro, su fundador, y México le sigue negando una estatua a Hernán Cortés, que trajo la lengua, la religión y el derecho con los que se identifica la inmensa mayoría de mexicanos.

En otros lugares de Estados Unidos, pero también en el Reino Unido, España y otros países europeos, ha actuado la furia iconoclasta. Soldados confederados, esclavistas y filántropos ingleses y españoles, o imperialistas británicos han sido retirados de sus pedestales. La ira contra estas estatuas incómodas denota la incapacidad de algunos de reconciliarse con su propia historia. Habitualmente, también la falta de voluntad de conocerla.

En todo caso, no se trata de una ignorancia inocente. Se trata de destruir el sentido de continuidad histórica para socavar los cimientos de la identidad de un grupo humano cuyo control se pretende facilitar. Muy bien lo sabían los protestantes holandeses que destruyeron la iconografía católica en los Países Bajos para luchar contra el dominio del rey católico Felipe II, o los soldados napoleónicos que saquearon las iglesias de media Europa en su afán de propagar por la espada los principios de la Revolución francesa. Con la retirada de la estatua de Colón de Los Ángeles se pretende hurtarle sentido de continuidad histórica e identidad a la comunidad hispana, de herencia católica y de lengua española, que en unos años será mayoritaria en California. Es algo que asusta mucho a la América anglosajona que, sin embargo, siempre puede contar con los hispanos desconocedores de su propia identidad, o demasiado acomplejados para enorgullecerse de ella, para echarles una mano.

Pueden retirar la estatua de Colón, pero siempre van a necesitar al viejo almirante genovés para entender lo que es América.


Imágenes: Juan Carlos Rojas