Lo que nos debería llevar a identificarnos con otras personas es su comportamiento y su esencia. El racismo supone el escalón más bajo y ruin de la humanidad.

A su llegada a España en 1981, el jugador mexicano Hugo Sánchez fue recibido por buena parte de la prensa española con el canto “queremos futbolistas, no mariachis”. Durante varios meses, cada vez que Hugo salía a la cancha, la afición lo recibía con alegorías tales como sucio, indio y mexicano. El 30 de Noviembre de 1984, y tras haber tenido que firmar un nuevo contrato por el 50% menos de su salario estipulado inicialmente, el delantero mexicano anotaría el primero de los 19 goles que le otorgarían el Pichichi, como se llama al máximo goleador de la temporada.

El racismo sufrido por Hugo se produce en los legajos donde se han asentado los lineamientos sociales que, hoy por hoy, rigen separatistamente a las naciones que conforman el territorio mundial. Desafortunadamente, casi todos tendemos a caer en un sinnúmero de malformadas creencias, ignorancias y miedos que nos han sido inculcados a lo largo de generaciones.

La división convencional en cuatro grandes razas – la negra, blanca, amarilla y cobriza – responde a características físicas predominantemente distintivas como el color de la piel o el color del cabello. Esta distinción deja de lado capacidades físicas, intelectuales, económicas, las costumbres, las educaciones, los lenguajes y el comportamiento.

Analicemos al racismo desde sus más conocidas aristas. El más común y más inhumano es aquél que lleva a los individuos a atribuirse una superioridad relacionada con el color de la piel, que ha desembocado en incontables e incuantificables resultan los genocidios, las segregaciones y los éxodos provocados por esta mal infundada creencia.

El racismo hunde sus raíces en una ignorancia que nos lleva a caer en posturas y comportamientos que, si bien no pueden ser tomados a la ligera, han encontrado justificación en prejuicios que responden a un mal manejado flujo informativo. Esto genera arquetipos y generalizaciones que poco responden a una postura inteligente y analítica por parte de quienes las sustentan.

También podemos hablar de esas conductas racistas que encuentran su arraigo en el miedo industrializado y corporativizado por infinidad de individuos y gobiernos alrededor del planeta. Esto ha dejado a su paso un insultante número de individuos desplazados, torturados, apresados, vejados y asesinados.

Por último tenemos el racismo enraizado en la moda, porque el racismo también se ha puesto de moda en más de una de las etapas de la mal llamada humanidad. Aquí, podemos encontrar a todos aquellos que, sin comprender siquiera de lo que se trata el tema, sacan a relucir sus ignorancias, sus miedos y sus desapegos de lo humano, en pos de formar parte de un grupo social o político.

No hemos aprendido a vivir sin los sombríos rastrojos del racismo: desde el orate botarate blanco que le exigió a un grupo de amarillos hablar en el idioma local –en un tranvía australiano-, la enardecida negra que vociferaba “frijoleros” a aquél grupo de morenos que debatían sobre el platillo a elegir –en un comedor popular checo-, el malhumorado mulato aquél que empujaba jóvenes blancos para sacarlos de la acera –en las calles de Bélgica-, la neurótica amarilla que no paraba de escupir al suelo y rezar maldiciones cada que un blanco, un negro o un moreno se atravesaba en su camino –en las calles de Suiza- hasta aquellos gobiernos que no hacen lo estrictamente necesario en materia de lenguajes y buen trato, para tratar asuntos legales con los migrantes –en oficinas burocráticas checas, australianas, mexicanas, estadounidenses y un larguísimo etcétera.

El racismo supone el escalón más bajo y ruin de la humanidad. Lo que de verdad nos debería llevar a identificarnos con otras personas es su comportamiento, su nivel de empatía, su nivel intelectual, su curiosidad, su creatividad, su sensibilidad, su modo de bailar, de reír, de conversar, su conocimiento sobre cualquier tema, su atractivo, su bagaje en términos generales, es decir… su esencia. Todos hemos cometido el yerro de generalizar sin darnos cuenta de lo verdaderamente importante que, por fuerza de ser veraces, es lo más simple y lo más sencillo… “me caíste bien, me identifiqué contigo, o no”.