Decía Martina Bastos, autora de ‘la lluvia es una cosa que sucede en el pasado’ en Etiqueta Negra, que “los gallegos tratan a la lluvia con la confianza de un amigo”. En Ciudad de México, sin embargo, la lluvia se parece mucho más a una pariente pesada que a veces basta con que amague con presentarse por casa para nublar todo el cielo.

Ni siquiera tiene que aparecer, sobra con hacer pública su amenaza para que los planes para salir a dar una vuelta por ahí queden desbaratados. Otras veces, en cambio, caprichosa como es, la lluvia nos visita de repente y se pone a despotricar contra las obras de la calle, contra los vendedores ambulantes de la calle Michoacán y contra una pareja de quinceañeras que aprovecha para besarse en cada esquina.

Aún así, reconozco que la lluvia puede tener tardes memorables en mi colonia. A mí me gusta cuando viene fría y se lanza en tromba con su cháchara contra el polvo -mitad industrial, mitad tierra de Comala- que cubre todas las rendijas de la Ciudad. Qué agradable es entonces escucharla. Porque en el fondo, la lluvia es esa pariente pesada, sí, pero una pariente que cuando por fin se se va, sabemos que si alguna ya no está, la vamos a echar de menos.