Este precioso relato utiliza una leyenda prehispánica para recordarnos la gravedad de la tala ilegal en México, responsable de una deforestación equivalente a entre 75.000 y casi dos millones de hectáreas por año.

CIUDAD DE MÉXICO.- La fría espesura del bosque se adhiere a nuestras mejillas y se hunde en nuestras pupilas dilatadas, nos envuelve, nos transforma en centinelas de la noche. Los ojos urbanos tardan un poco más en acostumbrarse y descubrir cómo la repudiada contaminación lumínica encuentra un camino estrecho entre los bordes de los aromáticos encinos y los poerosos pinos, arrebatando desde lo profundo las espesas sombras noctambulas, antes permanentes. Aquellos destellos de la mancha urbana que rebotan en el firmamento impiden que una obscuridad completa nos devore. Hemos logrado arrebatarle a la luna la exclusividad de los fulgores nocturnos.

Una leyenda local de dudosa tradición vuela entre nosotros, un duende Amecamequense carga con la fama de secuestrar a infantes de obediencia relajada, un apretón de la pequeña mano de mi hijo me recuerda que ya entiende más de lo que quiere que sepamos. El Cuahutepocthle se lleva a los niños que maltratan el bosque y aplastan a las moribundas y esplendorosas luciérnagas.

Aun cuando dudo de la ancestralidad de la leyenda, tomo con firmeza la manita de cuatro años de mi retoño, mientras evitamos pisar a una hembra refulgente, apostada a la mitad del único camino transitable. Decenas de luces blancas intermitentes nos escoltan durante todo el camino, somos una treintena de potenciales amenazas. La luz de la luciérnaga se pega a tus recuerdos, “es muda”, pero aun así suena suave y pasmosa cada vez que se desliza por el aire, algo algodonoso y espeso entra en tus sentidos. El trayecto hacia los recintos íntimos de la luciérnaga debe hacerse con conciencia.

Mientras los machos, que gozan de vidas más largas triplicando las de sus congéneres femeninos, surcan los cielos con la mirada puesta en la tierra buscando un idilio mágico y efímero. Las hembras se aferran con mayor valor a las raíces y rocas de su lecho conyugal durante la única y cadenciosa semana de vida adulta que tienen. Por ello, cada paso debe buscar no cegar la vida de una futura madre de este escarabajo de luz. Estos insectos, nos cuentan, nacen como gusanos. Los apodan “gusanos trenecito” debido a la luz que emiten por los costados. Como “tren” duran hasta tres años y luego cambian para vivir sus últimas semanas como luciérnagas, semanas en las que no prueban bocado y se entregan con arrebatos concupiscentes a los placeres luciferinos de su ser.

En todo momento, aquel microcosmos empedrado con estrellas intermitentes y decenas de cometas titilantes cruzándonos con arrojo kamikaze nos abraza con una inacabada obscuridad que transforma el terreno irregular en permanentes oquedades amenazantes. Las historias siguen flotando en el aire. Se dice que, cuando vemos luces mucho más grandes, no son luciérnagas con gigantismo, sino hadas del bosque, pequeñas guerreras encargadas de la última defensa del recinto forestal, que se baten codo a codo con aquel duende Cuahutepocthle, quien, en su medallero al pecho, además de raptor de párvulos destructores, se cuelga el de protector mágico de espacios boscosos.

Luego de varios minutos entre las veredas, llegamos a nuestro destino. Aquel lugar es un claro artificial, un vestigio, un rumor que llegaba a nosotros como ecos amenazantes, una realidad que carcome a nuestro mundo. Las luciérnagas, entendí, también son víctimas del crimen, de la avaricia sin medida, de las peroratas gobernantes, de la indiferencia de los poderosos. La tala a plena luz, mal llamada clandestina, ha acabado con varias hectáreas del santuario protegido. La valentía y decisión de hierro de quienes manejan el hogar de esos bichos luminiscentes ha evitado la catástrofe ecológica ¿Por cuánto tiempo? Imposible decirlo. Veo las sombras marchitas del boquete dejado por la caída de decenas de árboles, imagino los cadáveres de las hadas desmoronándose en centenares de pequeñas partículas brillantes luego sentir el estruendoso desplome de sus protegidos. El Cuahutepocthle, abatido y sangrante, emprende la apremiante huida entre las sombras para recobrar fuerzas, y deja a su paso costales de niños otrora malhechores y ahora distractores en su huida.

Justo a los pies de los volcanes se encuentra Amecameca, lugar preferido por los alpinistas que buscan el paso de Cortés para comenzar su ascenso, cuna de Sor Juana Inés de la Cruz; no es un escondrijo evitado por el viento y aun así, los registros nos dicen que, en 2019, sólo en Amecameca, se talaron 25 mil árboles. ¿Falta de castigo? Ni por asomo. En México, la tala ilegal se castiga, dicen, hasta con 12 años bajo la sombra y una ligera multa de 688 mil pesos mexicanos. Grandes aspavientos, pocos resultados. De acuerdo con la FAO México, destaca comouno de los primeros lugares en tasas de deforestación en el mundo. La deforestación mexicana fluctúa entre 75,000 hectáreas por año a cerca de 1.98 millones. En el mundo, en los últimos 13 años, la deforestación extirpó 43 millones de hectáreas. Una neblina de desolación flota entre nosotros, hoy más que nunca la formación ecológica juega un papel preponderante. A lo lejos, se escuchan los rumores del primer poema de Sor Juana Inés, escrito a los 8 años y a tan solo unas hectáreas de donde nos encontramos, una mezcla soberbia de náhuatl y español “(…) ihuan nihuallauh yoatzinco y me voy de mañanita ompa tomachtía escuela, allá donde aprendemos, a la escuela”. En la escuela, en el hogar, en los bares, en las calles, en todo lugar, urge aprender que, así como estos bichos de luz se debaten su existencia, nosotros con ellos.