El lunes conocí a un hombre que después de setenta años se reencontró por casualidad con la enfermera con la que perdió la virginidad. Él tiene ochenta y cinco años y ella noventa y dos. Se conocieron en una alberca de Acapulco. Juntos pasaron la polio que él contrajo en la capital cuando era adolescente. Su padre alquiló una casa en la costa y puso todos los medios a su alcance para que el hijo pudiera salir adelante. Ella participaba en la terapia de rehabilitación y él se sentía menos rígido cuando lo lanzaban a la piscina y se ponía a nadar. Una siesta de aquel verano ella se metió en su cama y aprovechó para curarle de paso la enfermedad de la pubertad. Desde aquel día, él se ha preguntado muchas veces si aquella tarde también formaba parte de su recuperación pero nunca ha sabido responderse porque al tiempo se casó y se marchó de México donde no volvió a residir hasta cuarenta años después.

Hace unas semanas sus sobrinas hablaban de la familia en una sala de espera cuando una anciana les sorprendió. Quiero ver a vuestro tío, les dijo. El hombre me contó que cuando volvieron a verse después de tanto tiempo se echaron a reír. Hoy dice el periódico que en Acapulco dos hombres armados han sembrado el pánico a tiros por el paseo marítimo. El hombre comenta la noticia y tuerce el gesto. México ha cambiado mucho desde su primer encuentro. Por suerte ella lo sigue llamando mi bebé, como si Florentino Ariza y Fermina Daza hubieran nacido a la vuelta de la esquina, en una colonia del DF.

A veces el tiempo es un abrazo que empieza y acaba en el mismo sitio.