“Tardé muchísimo en recorrer la línea más o menos recta que hay de Malasaña a Legazpi; el tiempo suficiente para reflexionar sobre por qué había llegado a ese punto de intoxicación”, cuenta en esta divertida crónica Octavio. Horas antes, había tenido una cita de Tinder en La Lonchería, un puesto de comida mexicana en el Mercado de Prosperidad, con Lesya, una chica ucraniana a la que pretendía agasajar.

Sobre las primeras horas del domingo, de lo poco que recuerdo es haber estado en el escenario de un bar en Malasaña, con el DJ detrás y detrás de él una pantalla reflejando triangulitos y cuadritos y burbujitas de colores al ritmo de su música.

El DJ tomó el micrófono y anunció: “Hay una tradición en este bar: de los dos notas más borrachos de cada finde, a los cuáles deberíamos sacar a escupitajos a pesar de haber pagado la entrada, siempre salvamos a uno“.

Uno de esos dos era yo. Nos subieron al escenario y continuó el DJ:

“El público elegirá a quién salvar. De este lado –dijo– tenemos a Octavio de Legazpi (yo apenas podía sostenerme), cuya única falta es andar hasta el culo a las 4 de la mañana y haber blasfemado contra los dioses del psycho trance. De este otro lado tenemos a Barrabás, conocido robacopas y acosador, muy asiduo de este garito. ¿A quién quieren salvar?”

“¡¡¡Barrabás, Barrabás!!!” Escuché que gritó la multitud en un coro de lo más sincronizado que había escuchado en toda la jornada.

“¡¡¡Barrabás, salven a Barrabás!!!” Me tomaron de los hombros y me llevaron hasta la salida, en un recorrido en el que fui dando tumbos tratando de recordar el nombre del lugar. No había de otra, tenía que volver a casa. Volver, volver, volver.

Es creencia aceptada que la distancia más corta entre un punto y otro es una línea recta. Tardé muchísimo en recorrer la línea más o menos recta que hay de Malasaña a Legazpi; el tiempo suficiente para reflexionar sobre por qué había llegado a ese punto de intoxicación (claro, no estuve bebiendo horchata) si hacía 6 horas estaba tan tranquilo e ilusionado con mi cita de Tinder en el Mercado de Prosperidad, una chica ucraniana a la que hice todo por sorprender con comida mexicana que de verdad supiera a comida mexicana. Para eso tenía flechado el puesto en dicho mercado.

A una persona de un país tan distinto al mío, que quería conocerme, había que agasajarla con lo que considero íntimamente propio y gozoso. Así que nos pusimos finos, como dicen, entrándole a la picadera de un molcajete de guacamole, un clásico que no podíamos dejar pasar, y luego nos enfrascamos en una charla donde brillaron la orden de tacos al pastor y tinga, junto a pequeñísimos tragos de un mezcal divino como Dios. ¡Qué bueno compartirle mis gustos gastronómicos y que le gusten! Lesya, la chica ucraniana, se portó a la altura. Me comentó que lo que estaba comiendo no tenía nada que ver con la idea que tenía de la comida mexicana, pues la que conocía la probaba por lo regular en una franquicia cuyo nombre no quisiera nombrar. Cuando le di like en Tinder no imaginé que tuviera tan buen diente. Salsitas de jalapeño, chile de árbol y habanero salieron de uno que otro taco y escurrieron por el dorso de la mano, libres de complejos y casi como un gesto obligatorio.

“Unas enchiladitas, papá”, le lancé al taquero estrella que de la mesa a su recinto me escuchó.

“Sí sí, ponle de la que pica”. Un buen trago de cerveza directamente del gollete ayudó a pasarnos la enchilada, que más que apagarse sólo se combinó con la Modelo. Y ya que el sábado fue día de la Candelaria, nos chingamos unos tamales de mole para que amarrara.

–¿Cuánto tiempo te quedas?

–Cuatro meses– contestó.

–Lástima que hoy no tengan pozole.

–Luego vemos.

La comida pasó la prueba y para mí, como siempre, fue más que una novedad. Fue un rincón de sabor que evoca anécdotas, olores, acentos, parientes y estados de ánimo.

No sé si Lesya quiera quedar otro día para ir al cine o a un restaurante ucraniano. Estoy seguro que volverá al mercado de Prosperidad. Respecto al resto de la velada, como dije al principio, recuerdo poco. Mi comportamiento impresentable, un problema ya identificado desde hace casi dos años, que sin duda debo arreglar antes de que sea tan conocido, tan infame en una docena de garitos como lo es ese mentado Barrabás que, dentro de lo que cabe, me alegra que lo hayan salvado en vez de a mí; y espero no le haya pasado nada malo. No sé si es un gran consuelo pero, si no conozco el sentido de la vida y ya ni siquiera me atrevo a hacer la ingenua pregunta de cuál es ese sentido, al menos me queda el sentido de orientación y con eso es suficiente para volver a casa sano y salvo un domingo por la mañana. Provecho.