“Los recuerdos funcionan como la red de una portería de fútbol. Un nudo te lleva a otro que te lleva otro y a otro hasta que aprietas los ojos para contener ese mariposeo del estómago que sólo es capaz de producir la certeza de que uno ha sido muy feliz”. La muerte de Pablo Larios Iwasaki, el legendario portero del Cruz Azul, del Puebla, de los Toros Neza y de la Selección Mexicana, activó el mundo de los recuerdos del autor.

MADRID, España.- Hace unos días, Óscar Soledad, un amigo de mi infancia, publicó en su perfil de Facebook fotos de Pablo Larios Iwasaki, un portero al que siempre admiró como seguidor del Puebla, el equipo donde más brilló. Cuando empecé a ver que más gente publicaba fotos del jugador, descubrí que acababa de morir, lo que pude confirmar en Internet.

No conocí a Larios Iwasaki, como casi nunca conocemos a las personas famosas y conocidas que nos conmueven cuando dejan de respirar porque han tocado nuestras vidas con su ejemplo, con su talento o con su historia de superación después de caer en los infiernos. O, en el caso de este portero del portero del Cruz Azul, del Puebla, de los Toros Neza y de la Selección Mexicana, las tres juntas.

En algún lugar, creo que en su cuenta de Twitter aunque ya no está ahí, vi un video en el que, días antes de su muerte, agradecía las muestras de apoyo a sus seguidores en los momentos delicados de salud a los que se enfrentaba. Aunque se le ve frágil, uno nunca se imaginaría por el video que su corazón se apagaría para siempre unos días después.

No habría sido capaz de saber que se trataba de Pablo Larios si no lo hubiera buscado previamente por Internet y lo hubiera visto en su perfil de redes sociales. Pensé en un accidente al ver su nariz desfigurada.

En un momento de su vida, el portero había caído en la adicción a la cocaína y otras drogas, como él mismo contó en medios de comunicación. Se me encogió el corazón al saber que una persona que asocio a tantos recuerdos felices haya caído en el infierno de las adicciones, relacionadas casi siempre con traumas, con un niño lastimado o con una existencia que no todos somos capaces de soportar.

Además de conmoverme y de hacerme un nudo en la garganta, la muerte de Pablo Larios removió recuerdos ligados a mi infancia en México. Recordé a aquel Puebla de Manuel Lapuente y a jugadores de su equipo o de sus acérrimos rivales. Recordé al búfalo Poblete, al Chícharo Hernández, padre del actual chicharito que mantiene escarceos con el Valencia, a Marcelino Bernal, a Tita, a Ayipey, a Antonio Mohamed, al Pony Ruiz y a tantos partidos de ida y vuelta que recuerdo como épicos y que, una vez terminados, buscábamos replicar Óscar, Beto, Pablo mi hermano y yo en las mini porterías que usábamos en ese campo con vistas al Iztaccíhuatl para determinar quiénes eran mejores. No había piedad en esos partidos a muerte de dos contra dos.

Los recuerdos funcionan como la red de una portería de fútbol. Un nudo te lleva a otro que te lleva otro y a otro hasta que aprietas los ojos para contener ese mariposeo del estómago que sólo es capaz de producir la certeza de que uno ha sido muy feliz. 

Recuerdo los manzanares y perales de esa tierra donde están enterrados mis abuelos, el rocío que se filtraba hasta nuestros calcetines y nos empapaba los pies porque no éramos capaces de esperar a que despertaran los adultos para salir a jugar. Tengo en la retina una pipa de madera que nunca nadie volvió a usar, su silla mecedora que sigue ahí con su crujido cuando alguien se sienta, la chimenea y el olor a leña, el sonido de las puertas metálicas oxidadas, el ladrido de los perros, el rugir de los camiones viejos en la carretera, a lo lejos, en el silencio absoluto de madrugadas cubiertas de estrellas que apenas se ven en la ciudad.

Podía haberle agradecido en vida tantos momentos felices, pero los recuerdos llegan a su tiempo. Le agradezco, ahora que puedo, por estos recuerdos tan felices que creía olvidados. Siempre formará parte de mi vida este hombre que se cayó y se levantó, que dejó rastros de nobleza y de grandeza.