“Mucha gente me pregunta si extraño México y si pienso volver. No lo sé, suelo responder”, dice el periodista Carlos Miguélez Monroy, que habla en este artículo de sus catorce años en España, llenos de contacto con personas y de experiencias que han enriquecido su vida a 9.000 kilómetros de su país de origen.

Llegué a Madrid el 30 de agosto de 2004. Me quedé unos días en casa de mi amigo Mario y después con Cristóbal hasta que encontré piso para mí y para mi hermano, con quien viví feliz varios años.

Había visitado la capital española en el año 2000 en mi primer viaje a Europa en familia, en 2002 por un intercambio académico y en el verano de 2003 para las prácticas de periodismo con el profesor José Carlos García Fajardo en el Centro de Colaboraciones Solidarias de la ONG Solidarios, que puso en marcha hace treinta años. Esta vez no buscaba compaginar prácticas profesionales con la vida nocturna madrileña, sino un puesto de trabajo. La suerte se alió con eso de saber estar donde conviene cuando es preciso para conseguir trabajo con un profesional y profesor de prestigio cuando aún no me había recuperado del jet lag. El profesor buscaba ayudante para sus clases en la facultad de Ciencias de la Información, en la Universidad Complutense de Madrid, y un becario en el departamento de comunicación de Solidarios.

Al poco tiempo firmé ahí mi primer contrato de trabajo, que me permitió cumplir funciones relacionadas con el periodismo, la comunicación y el voluntariado social, y que compaginé con la enseñanza del inglés, con clases de idiomas, con fútbol, con deporte y con vida social.

En 2007, una crisis existencial me hizo voltear la mirada hacia México. ¿Qué hacía a 9.000 kilómetros de mis padres y del resto de mi familia? Llegué a sentir que no tenía mucho de eso que llamamos amigos de verdad, aunque con los años descubres el sinsentido de categorías que la vida borra como el mar a las palabras que dibujamos con nuestros dedos en la arena.

La madre de mi hija borró mis dudas identitarias, aunque también contribuyeron los viajes de estudio a Marruecos, el contacto con alumnos, los talleres de periodismo, mi trabajo, mis clases de doctorado, el portugués en Casa do Brasil, TT Madrid, Internations y mi naturaleza sociable. Hoy recojo los frutos con la amistad de Alberto, Sandra, Javier, Eva, Marian, María, Luis, Patricio, Paola, Alma, Laura, Cristina, Ángel, Nuria, Gabriel, Vanessa, Angélica, George, Dani, Borja, Miguel Ángel, Roberto, Verónica, Víctor, Fernando, Adrián, Antonio, Ana, Rafael, Nancy, Manuel, María José, Estefanía, Nerea, Alberto, Laura, Daniel, David, Julián, Jorge, Jesús, Álvaro, Delphine, Francisco, Tano, Juan, Yaneth, Sara, Marta, Rafaela, Rodrigo, Djamil y muchos más.

Luego conocí a Francesco en el cumpleaños de Laura, compañera de trabajo. En conversación de bar, comentó que jugaba al fútbol. “Yo también”, le dije. Me miró como pensando ¿tú? Pero no dijo nada y me invitó a jugar con el Sporting de Magerit. El gol y el ojo morado de mi debut me vinculó desde entonces con Johnny, con Omar, con César, con Pedro, con Iker, con Cosimo, con Jesús y otros de esta gran familia de españoles, ingleses, italianos y senegaleses. Al poco tiempo se incorporó al equipo mi gran amigo Emiliano. Con él, con Johnny y con Francesco viajé a Roma para correr una media maratón, aunque al final sólo yo la corrí con un tiempo récord para el ritmo de vida en los días anteriores.

Me picaban las ganas de pasar del fútbol 7 al fútbol 11 cada vez que pasaba por el enorme campo de fútbol del polideportivo del Barrio de la Concepción, cerca de donde vivía. Conseguí el teléfono de Isidoro, presidente del Escuder, donde jugué unos cuatro años, con las consecuentes amistades: Diego, Edu, Pablo, Mateo, Miguel, Javi, Jorgito, Villu, Pantoja, Prats, Dani, Cristian, Toni, su hermana Belén y tantos otros. Miguel, entrenador en mi último año en el Escuder, me convenció para irme con unos cuantos a otro club y formar un nuevo equipo. Agustín, Kiko, Kirian, Prats, Adrián, Javi y muchos otros se sumaron a mi nuevo círculo de amigos.

Me retiré del fútbol, dejé Solidarios y conocí a Adriana, mi pareja hasta hace poco tiempo. No he dejado de crear nuevos vínculos de amistad a partir de una actitud de permanecer atento más a lo que tengo que a lo que me falta. Ambas pertenecen al mundo de lo relativo.

Cuando me preguntan si extraño a mi país y si pienso volver me viene a la mente la película Cinema Paradiso. El niño Salvatore, Toto, aprende del analfabeto Alfredo el oficio de proyectar películas en el pequeño pueblo de Giancaldo, en Sicilia. En un implacable incendio, el niño le salva la vida a Alfredo, que se queda ciego. Toto asume el trabajo en el pequeño Cinema Paradiso reconstruido con el dinero de el Napolitano, que se había ganado la quiniela. Trabaja ahí hasta que se tiene que ir a Roma a hacer el servicio militar. A su regreso, el viejo Alfredo le dice que tiene que irse fuera vivir su vida y nunca volver a Giancaldo. De lo contrario le retiraría la palabra.

Toto vuelve años después para enterrar a Alfredo, que le había dejado los cortes de escenas de besos que el cura consideraba pornográficas y que ordenada que quitaran. Del Giancaldo que Toto recuerda quedan algunas de las personas que conoce, con arrugas y canas, y el cine, al que ya nadie va. Derriban el cine ante las lágrimas del viejo Napolitano para construir un estacionamiento en una de las últimas escenas.

Al encontrarme así de derruida la escuela donde estudié mis años de infancia y adolescencia, en uno de mis últimos viajes a México, me pregunté si extraño más el recuerdo que tengo de mi país, con toda la gente que formaba parte de ese imaginario, que a México en sí. Cuando voy me gusta volver al Bosque de Tlalpan, uno de los lugares que permanecen casi intactos a pesar de los años.

Tampoco sé si volveré porque mi hija me ha arraigado aún más a esta tierra que me acogió como México ha acogido a cuentos de miles de españoles en los últimos 100 años, entre ellos a mi abuelo. Vivo feliz en España, donde encontré la forma de fortalece r mi vínculo con México por medio de Espacio Méx. Mientras la vida decide mi destino, agradezco a la familia y la gente que me ha dado México, pues me han permitido estudiar y trabajar fuera, y a la gente de Estados Unidos que formaron parte de mi experiencia universitaria. Sobre todo, doy gracias a quienes que me han ayudado a sentirme en casa en España: Pablo mi hermano y Christiane, mis queridos primos Rafa, Pepe, Paulina y Eduardo, mi tío Ángel, que me ha tratado como a un hijo, María Luisa, su esposa, Marina, su hija, Valle, una grandiosa anfitriona, esposa del profesor, junto con los ya mencionados y todos los que mi frágil memoria omite en estos momentos.