Mientras camina por el centro de la Ciudad de México en épocas navideñas, el autor rememora el martirio que vivió en estas calles Tomás Treviño por no renunciar a su fe en 1649.

Veo adornos en algunos lados, pienso en Puebla, en Atlixco, con sus increíbles mosaicos de luces, calles engalanadas con pequeños destellos por doquier, espero ir pronto. “En comparación, la ciudad de México ha perdido espíritu navideño”, me digo en voz alta. Aun así, ¡Felices Fiestas!, es el grito de guerra de la temporada, hasta el Uber se despide así.

La navidad está sobre nosotros, y con ella, el pesado tráfico de la ciudad. Es cosa cotidiana estancarse en los ríos de fierros y pitidos. Aunque no faltan las memorias de una ciudad idílica en las pláticas de los que cargan más historia y que, por alguna extraña razón, siempre recuerdan a la ciudad más ágil y menos caótica. Yo siempre la he visto así, desde que el tráfico dejó de ser el “tablero” en el interminable juego con mi hermano, de Pacers y Gremlins, “¡Pacer, yo la vi primero!, golpe recto, “¡punto para mí!”, las calles son caóticas y más en diciembre.

Entre desorden, cláxones y empujones (aquí ya no hay pandemia, hay que recordarlo), justo al pasar junto a Palacio Nacional, residencia pobretona, austera y franciscana del actual presidente, viene a mi mente la historia de un hombre fundido hasta los huesos por el “terrible crimen” de ser criptojudío, como les decían en aquellos años ya que profesaban su fe en secreto. Tal sino lo sufrió un hombre verdaderamente valiente y que decidió morir abrazando la ley de Moisés. El Santo Oficio lo relajó[1] y luego hizo arder en 1649, el 11 de abril. El no arrepentido, era Tomás Treviño y comenzó su calvario en la plaza del Volador, hoy en día en ese lugar, en vez de voladores, hay jueces de la Suprema Corte de Justicia pegando brincos, justo al lado de una calle muy navideña atascada de vendimia decembrina, incesantes luces chinas legalmente importadas, fayuca ferozmente “pasada” y piratería en su última etapa evolutiva convertida en “clones”; “pásele güerito, ¿qué va a llevar?”. Lugar cuántico es mi ciudad en donde acabo siendo “güerito”.

Allí, en medio de una parafernalia de horror se leían sentencias, tal vez la gente escuchaba las peroratas flamígeras del Corregidor desde el mismo lugar en donde estoy parado, al lado de unas esculturas verdes con gesto permanente de sorpresa y epifanía al contemplar ante ellos el mito fundacional de Tenochtitlan.

Al señor Treviño le esperaba un final atroz, peor que el de la infeliz serpiente de nuestro escudo nacional, morir quemado en leña verde. A los demás condenados a pena capital, primero les daban garrote vil. O sea, les tronaban el gañote con un artefacto al que le daban pasmosas vueltas mientras una placa curva de metal iba apretando el cuello hasta que la presión era tal, que los asfixiaba o les rompía la tráquea. Luego, el cuerpo inerte, pero no por eso menos culpable, era lanzado a la hoguera. Aquella “deferencia” para con los condenados, radicaba en el arrepentimiento. Quien se aceptaba como pecador y confesaba sus crímenes, moría por garrote vil y luego quemado; y a los otros, como Don Treviño, les tocaba arder hasta su último suspiro por no reconocer sus felonías y por no tener un acto de contrición. Aquel ferviente hombre decidió no cometer alta traición contra Yahve.

Luego de la lectura y demás obscuro espectáculo, en realidad lo era, a la gente le gustaba ir a ver las sentencias y todo el tingladito. Los sentenciados recorrían las calles con el típico San Benito, desde la Plaza del Volador, hasta el sitio donde estaba preparada la hoguera, y que en este caso, estaba en la plaza frente al actual templo de San Francisco, sobre la calle de Francisco I Madero, digamos que un lugar con vista privilegiada hubiera sido el Sanborns de los Azulejos. Al pasar por esa calle uno puede intentar imaginar los horres del señor Treviño y de algunos otros, no fueron tantos los que murieron en la hoguera, pero eso no quita lo salvaje.

La libertad de expresión y de culto son cosa seria y estas memorias dan fe de ello. Hoy, en épocas de adviento, al caminar por el centro, los fantasmas de los estragos de un pensamiento único, deambulan entre nosotros; la desgracia añeja se mezcla con las emanaciones de una realidad cruenta y llena de encono. Los gritos que llenan las calles del centro, no son por los quemados del Santo Oficio, provienen de los centenares de cuerpos apilados en la ignominia de nuestra historia y de las miles de vidas trastocadas por la violencia y la intolerancia. Que estas fechas navideñas nos sirvan de algo más que un incesante ¡Felices Fiestas! repetido hasta el cansancio más como una onomatopeya de la navidad que como deseo. Les deseo en verdad, Felices fiestas llenas de armonía y libertad, y que las almas de Treviño y demás óbitos interfectos, encuentren paz en la luz de sus creencias.


[1] El tribunal eclesiástico no podía condenar a muerte, eso correspondía a los tribunales reales, por lo que, el Santo Oficio llevaba a cabo el juicio y luego, relajaba o sea, le daba el condenado al tribunal real quien sí podía aplicar la pena de muerte, cosas de aquellos años.