En la Iglesia de San Hipólito hay una capilla dedicada a los Santos Mexicanos. Una señora baraja una amplia colección de estampas, saca una al azar, la besa, lee su oración y se persigna. Repite varias veces el ritual mientras la misa empieza en la nave central: baraja, saca estampa, besa la imagen, lee la oración que la acompaña y dibuja en su pecho el símbolo de la cruz. El ciclo es siempre el mismo hasta que el sacerdote pide a los fieles dispersados por las capillas que se congreguen en primera fila.

La señora apila toda su baraja de estampas y la mete con cuidado en el bolso. Cuando se marcha me quedo solo en una capilla gobernada por la cascada de agua que fluye por debajo del cuadro de nuestra señora de Guadalupe. Me acerco para leer el cartel que pienso que podría explicarme el origen de la capilla pero en su lugar me encuentro con una advertencia: meter la mano en la cascada puede electrocutarte. Tal y cómo son los mexicanos que conozco, no me extrañaría que más de uno hubiera metido la mano a conciencia para sentir lo que ellos bautizarían como “el toque” de Dios.


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