“No mando al garrote vil a aquellas personas que gustan de los toros, estoy seguro de que no merecen latigazos ni relajarlos a la hoguera. Es un gusto aprendido, generacional, imbuido de recuerdos familiares tan poderosos que resulta absurdo para quien los vive siquiera cuestionarlo”, afirma el autor de esta crónica mestiza tan llena de nostalgia.

Entre una nube rojiza de tezontle y muletazos inexpertos, una restirada cabeza de toro viaja pasmosamente sobre un par de ruedas, emulando formas y ángulos de las embestidas de un Corniveleto. Un par de jóvenes, que no rebasan los diecisiete años, se esfuerzan por entrar en los claroscuros de la tauromaquia. A unos metros de ellos, mi “terremotita” y talibán juegan hasta rebozarse el alma de aquel polvo volcánico. El auditorio abierto del Parque Nacional Viveros de Coyoacán, o “Los Viveros” como les decimos, da cabida a todo tipo de mentes y edades. Desde toros sobre ruedas a tenorios hilarantes. Correr sobre la pista que rodea el parque es correr entre las ideas de un gran visionario ambientalista, es recorrer los sueños del llamado “Apóstol del Árbol”, de Miguel Ángel de Quevedo que, adelantado a su época y coetáneos logró, entre donaciones y presupuesto público, moldear el origen de este vivero incrustado en la colonia de Carmen en la zona de Coyoacán.

A solo unas “manzanas”, (mi abuela no decía calles) en medio de las arboladas calles de la zona, los ecos de vidas pasadas se cuelan entre los fresnos y eucaliptos. Las conjuras, las alianzas, la ambición desesperada, los amores ilícitos y la sangre derramada, forman las raíces de Coyoacán. Es un pasado que se escabulle, es poroso e inestable cuando de atraparlo se trata. Que sí es la casa de Cortés en donde infligieron cruel tormento a Cuauhtémoc, pero no son estas paredes, sino las pasadas, en lo derrumbado, en ese espacio intangible que nos esforzamos por cercar, tal vez, allí fue el tormento.

Resuenan chismes de la gran señora, la Malinche, mujer políglota y amor, dicen, de Cortés. Mujer determinante y compleja, de traidora a chingada, de interprete a esposa, de niña vendida a heroína de su pueblo, de figura resplandeciente a imagen sepultada por los mitos y rumores de la historia luego de la llamada Conquista. Se dice que tal vez vivió en La Casa Colorada, en la calle Higueras 57, hogar que terminó posiblemente en “la casa chica”, cerca de su amor y dueño, Hernán, quien, en nombre de ese amor, tal vez arrancó con sus propias manos el último aliento de su esposa Catalina, para vivir su pasional amor con Doña Marina. La historia de esta ciudad se ha escrito de la misma manera que se crearon los grandes edificios de la Nueva España, sobre los escombros de algo más, construyendo, moldeando, inventando aquello que nos sirva en el momento.

La cabeza de toro me regresa al suelo rojizo, y pienso en la primera corrida celebrada en 1526 en honor a Cortés, cuya llegada desde Hondura ameritaba guateque. Dicen los que saben que eran corridas muy distintas, los toreros eran más bien rejoneadores y eran sus pajes y servidumbre los que se jugaban el pellejo sobre la arena. Sigo viendo al par de jóvenes soltando Derechazos al por mayor, uno que otro forzado pase de pecho y algún chueco Trincherazo. De pronto apareció la voz de mando, potente y alentadora del Diestro que, a todas luces, carga con la enseñanza de aquellos aprendices. Su voz lo cambió todo, hace de aquella actividad sin sentido una aspiración, un comienzo en una profesión que considero anacrónica. Hesito y no veo muchas más profesiones tan fuera de época o tan divididas como la del torero. Es un mundo realmente pequeño, heredado y actualmente denostado. No mando al garrote vil a aquellas personas que gustan de los toros, estoy seguro de que no merecen latigazos ni relajarlos a la hoguera. Es un gusto aprendido, generacional, imbuido de recuerdos familiares tan poderosos que resulta absurdo para quien los vive siquiera cuestionarlos.

Mi abuela solía verlos por televisión desde el sillón de su cálida sala, la renta era reto mensual, ni hablar de los toros. Su mente viajaba a su niñez, al tranvía de san Pedro de los Pinos, a las calles de Tepito, a la mano de su padre que la llevaba a ver aquel espectáculo. Alguna vez bebió la sangre recién salida de la yugular del toro, “espesa y caliente”, decía. Allí se hizo experta en aguayón y cuete, su ojo para la carne era envidiable, varias zacapelas le tocaron a Don Nacho, carnicero de confianza, por insistir que aquello era lo que ella pedía. Aquellos toros fueron parte de su niñez y su vida. A mi padre le gustaban los rejoneadores, “hermosos caballos” decía; mi madre, ni hablar. Mi esposa aborrece la fiesta; Yo, los veo a la distancia, sin razón de ser. Mi hija, simplemente no consentiría ningún espectáculo que maltrate animales y mi hijo, va por esa línea.

En mi historia familiar veo a los toros, un gusto que tendrá su muerte natural, una actividad que no encontrará eco en las mayorías aun cuando en muy pequeñas minorías los recuerdos de su niñez se enciendan con las chicuelinas.

“¡Muy bien!, ¡así!, ¡¿ves?! ¡qué bonito!”, se escucha entre los ciruelos. Desde el sueño de un ambientalista, veo marchitarse a los toros, aun cuando haya Diestros tan excepcionales y apasionados como el que tengo ante mis ojos; es tiempo de reconstruir sobre lo que había antes, de reinventar.