“El tono hosco de la campaña recuerda a los odios entre izquierdas y derechas de la España de hace ochenta años”, dice Fernando Padilla Angulo en este análisis de las elecciones del 28 de abril, en las que, según el autor, está en juego una nueva cultura política más allá de un simple cambio de gobierno. “El resultado de las elecciones de este domingo se presume muy apretado, pero el péndulo de la Historia oscila hacia la derecha en España”, concluye.

 

Por Fernando J. Padilla Angulo.

Las elecciones generales de este domingo 28 de abril, las septuagésimas desde 1810, van a confirmar el rumbo de un nuevo tiempo político en España, en línea con lo que está sucediendo en Europa y el mundo atlántico. Del resultado electoral, que se promete muy ajustado, dependerá su ritmo de implantación. Dinámicas que se están dando en ambas orillas del Atlántico tienen eco en la vieja península, con sus expresiones locales propias. El hecho nacional, con el secesionismo catalán y el auge del fenómeno Vox de fondo, es el gran asunto que domina la política española desde hace unos dos años, y lo va a seguir haciendo unos cuantos más. Ni siquiera los negros nubarrones que ya alborean sobre la economía logran quitarle el protagonismo. Debería ocupar mucha mayor atención, pero por primera vez en décadas, se percibe que el futuro de España como nación está en juego.

El modelo socialdemócrata, defendido por partidos de izquierda y derecha con diferencias de matiz, sustento del Estado del bienestar y de los ideales globalistas representados en el viejo continente por la Unión Europea, y hegemónico en Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, está en retirada. Vuelven los valores considerados tradicionales, tales como nación, familia e identidad cultural cristiana.

Lo mismo ocurre en el continente americano. Trump, el Brexit o Bolsonaro son los casos más evidentes de un fenómeno que se expande por Europa y ha llegado a España de la mano de Vox. Los británicos Roger Eatwell y Michael Goodwin (National Populism, 2018) consideran que el “nacionalpopulismo”, como han dado llamar a este fenómeno, se alimenta de la desconfianza hacia la clase política dominante, el miedo a una inmigración descontrolada – fundamentalmente la procedente del mundo islámico –, el hundimiento de la clase media, y el fin de la lealtad hacia los partidos políticos tradicionales. Son los elementos en común de un fenómeno por otra parte heterogéneo que responde a las diferentes culturas políticas de cada país.

Todos estos elementos se hallan presentes en el mensaje de Vox, espoleado en el caso español por la reacción de buena parte de la sociedad contra el movimiento secesionista que sigue gobernando Cataluña tras la votación del 1 de octubre de 2017, la cutánea aplicación del artículo 155, y la política desarrollada por Pedro Sánchez, que logró llegar a la presidencia del Gobierno tras una moción de censurahace ya diez meses gracias al apoyo de los independentistas catalanes y los nacionalistas vascos, incluyendo Bildu, heredero del brazo político de ETA.

Con un apoyo cercano al 11% en las pasadas elecciones regionales andaluzas, la magnitud del resultado de Vox en estas elecciones es una incógnita. Pero a pesar de la oposición de los grandes medios de comunicación y de la clase política, su irrupción ha bastado para situar sobre el tablero político temas como la derogación del sistema autonómico, la oposición a la ideología de género y una inmigración controlada y seleccionada. Su fuerte empuje ha llevado a Partido Popular y Ciudadanos a reivindicar parte de su discurso, demostrando la fuerza de las minorías activas en política. Aunque las tres formaciones de la llamada derecha reivindican la Constitución de 1978, el surgimiento de Vox ha arrastrado a estos partidos hacia una dinámica que conducirá irremediablemente a una revisión a fondo en sentido conservador del sistema imperante en España, en línea con lo ocurrido en otros países. Más que un simple cambio de Gobierno, en estas elecciones está en juego una nueva cultura política.

En oposición frontal, las formaciones consideradas de izquierda(PSOE y Podemos) y las contrarias a la unidad de España, especialmente las de Cataluña y el País Vasco, plantean una defensa a ultranza del sistema existente. Por un lado, prometen un refuerzo que saben imposible del Estado del bienestar tal y como lo conocemos. Imposible por la falta de una base productiva potente, el invierno demográfico, la creciente falta de competitividad de Europa ante la economía china, y la imposibilidad de seguir endeudándose indefinidamente. Por el otro, niegan legitimidad democrática a los partidos liberales y conservadores, agitando el fantasma de la ultraderecha, cuando no del fascismo e incluso el nazismo por su defensa nítida de la unidad de España y por plantear un discurso cultural contrario a la hegemonía socialdemócrata.

Desde que Pablo Iglesias lanzara una “alerta antifascista” la misma noche de las elecciones andaluzas, el acoso y agresión a militantes del PP, Ciudadanos, y especialmente Vox, han sido una constante a lo largo de la campaña electoral. El silencio, cuando no la justificación, ha sido la reacción general de los dirigentes del PSOE, Podemos, y las fuerzas nacionalistas e independentistas. El tono hosco de la campaña recuerda demasiado a los odios entre izquierdas y derechas de la España de hace ochenta años. Los nietos están recuperando los odios que sus abuelos prefirieron dejar atrás.

Los españoles pisamos un suelo que tiembla con fuerza. Con una nueva crisis económica en ciernes, el país está transitando hacia un nuevo paradigma político conservador de alcance atlántico, mientras el viejo orden se resiste con fuerza, con una herida catalana que supura y se puede volver a abrir fácilmente. El resultado de las elecciones de este domingo se presume muy apretado pero, en esta ocasión, el péndulo de la Historia oscila hacia la derecha en España. De la relación de fuerzas resultante dependerá las cicatrices que deje el proceso.