Con este trágico relato que huele a las injusticias de México se estrena el mexicano Alejandro Arriaga como colaborador de Espacio Méx.

La madera anunció su llegada. Mil doscientos cuarenta y siete días se habían acumulado en su piel desde que el sagrado matrimonio la arrancó del seno de una familia acomodada de Monterrey para sumergirla en las entrañas de un México aún convulso y en búsqueda de libertades negadas. Los aromas de la enseñanza rural desnudaron ante sus ojos las realidades complejas y vidas inimaginables de un país fragmentado. 

Él gastaba su vida enseñando higiene, garabatos desconocidos, matemáticas y esbozos de oficios que abonaban a la supervivencia. En un curso sin certificados ni papeles, Estela se convirtió en maestra. Lo que sabía le ayudó para sentirse útil y lo que aprendió en cada pueblo incrustado en la selva la convirtió en maestra. Una de sus mejores clases, o por lo menos eso era lo que ella creía, era la de costura, con la que enseñaba a las mujeres las bondades de coser su falda en vez de amarrarla a su cintura. Con este refuerzo textil, evitaban que sus galantes maridos, antes de salir a embrutecerse con tequila y mezcal, les arrancaran las enaguas con el pretexto de usarlas como abrigo contra el inclemente frío que los seguía hasta la cantina. “Pretextos para humillarlas”, bufaba Estela cuando platicaba con Alberto.

La profesión docente les dio alegrías y un propósito compartido. La felicidad se fue construyendo con los años de una manera que ella nunca imaginó, nada de lo deseado en su ya lejana juventud se hizo realidad, pero extrañamente no había ni un solo lamento en su corazón.

Sin darse cuenta, un cariño poderoso se formó entre Alberto y Estela, pareja incansable y siempre unida en su larga lucha contra el analfabetismo y el abuso. De las faldas con refuerzo brincaron a la fatalidad del azogue y la oscuridad de las minas. Cruzaron por ríos caudalosos y escalaron montes escarpados. Convivieron con toda clase de políticos y gente poderosa, y hasta presenciaron la huida estrepitosa de un administrador de un extinto convento que, bajo la fachada de un orfanato, regenteaba niñas y niños, dándolos al mejor postor; de no haber sido por Estela y su eterna desconfianza en el clero, nada se hubiera sabido.

Una noche, a hurtadillas y con un séquito de testigos, Estela los llevó a una habitación del orfanato que, de acuerdo a su fuente, era donde el administrador creaba su nefasta fortuna. Dieron un portazo y encontraron a un vetusto cliente en medio de unas niñas, por fortuna nada había comenzado y lograron rescatarlas. Al tipo, conocido del pueblo, lo lincharon y colgaron sin mayores averiguaciones. Al administrador lo persiguieron por varios pueblos hasta que corrió la misma suerte del infame cliente. Algunas otras figuras del pueblo fueron puestas en evidencia, aquella noticia llegó hasta el Gobernador, que tuvo que invertir mucho dinero para callar tan espantoso escándalo. Estela y Alberto salieron hacia el sur, hasta Valladolid, Yucatán, donde por decreto de un destino sin “pies ni cabeza” como lo pensaría siempre Estela, la malaria acabó con Alberto y dejó viuda y con dos hijas a Estela.

Se acabaron las enseñanzas y comenzaron los remiendos por un plato de comida y unos pesos. Agua y jabón sobre platos brindaban una noche de cobijo a sus hijas.  El regreso fue lento y doloroso, hasta que un “dinerito” llegó en su ayuda.

La fiebre española acabó con la familia. Su cuñada, absorta en su mundo, fue menguando la modesta fortuna familiar. Solo quedaba su hermano Pablo, a quien vería al día siguiente luego de su regreso y quien la esperaría puntualmente a las tres de la tarde en aquel despacho atiborrado de caoba tallada y sumergido en notas de humo y vino tinto.

La puerta rechinó junto al grito juguetón de Jorgito, el afable hijo del Gobernador y protegido de Pablo. “¡A que te mato, Pablo!”. Fue el grito de guerra del gran Jorgito. Un destello en los ojos del último hombre de los Castillo recorrió el gran escritorio sin poder cambiar su destino. Un rifle de caza soltó una bocanada de pólvora que le arrancó el aliento al sentenciado. A las tres con un minuto otro crujido de madera llevaba a Estela a lo profundo de aquel cuarto lleno de pólvora y silencio. La mitad del alma de Estela se escurría junto con la sangre de su hermano entre los tablones de duela, ante la mirada perdida de un atónito un Jorgito que, en cuclillas haciéndose hacia delante y hacia atrás, junto a un cuerpo inerte, repetía una y otra vez en un círculo infinito: “te toca ti Pablo”. Un fajo de billetes cubierto de gotas espinela descansaba sobre un periódico que hacia recuento de los muertos por la fiebre española en la ciudad de México. Aquellas letras negras fijaron rumbo para Estela y sus hijas, sin que nadie más supiera de nuevo nada sobre aquella maestra rural honoraria y sus dos hijas por las que lucharía hasta el último segundo del reloj de su vida.