Terminó aquel verano de 1993 y volví a la escuela, pero ya nunca dejaría de correr hasta el 14 de marzo de 2020, la última vez que fui al Parque del Retiro al no saber cuándo podría volver a hacerlo. Transcurrieron cincuenta días hasta que hoy volví a sentir esa sensación de libertad con la certeza de que pasarán meses, años quizá, para que pueda volver a pensar que ‘no tengo ganas’ de ir a correr.

Por Carlos Miguélez Monroy.

MADRID, España.- Cincuenta días sin correr equivalen a la eternidad para una persona de 38 años que corre desde los 12. Esta mañana decidí no llevar auriculares para evitar que la música me distrajera del sonido de las palomas y del resto de pájaros, de las pisadas de otras personas, de los pocos coches que pasaban y de una ciudad que empieza a despertarse del letargo. Quería sentir libre cada paso, como si fuera el único en esta vida.

Todo pasará, acabará la pandemia y volverá a fagocitarnos la “vida normal” por muchos mensajes que circulen sobre ‘la mejor versión de nosotros que saldrá de esta crisis’ y todo ese buenismo de escuela de negocios. Pero estos días de trabajo organizado, de retomar contacto con familia y con la gente más cercana, de hacer ejercicio y yoga, de alimentación sana, de meditación y de volver a lo básico alumbran un cambio en mi sentido de vivir. Quiero una existencia única, irrepetible, con menos prisas por llegar a ninguna parte, sin necesidad de hacer tantas cosas, de ‘quedar’ con tanta gente para luego empezar a ver la pantalla de mi teléfono y querer estar en otro lado, algo desagradable para ellos y para mí. Incluso puedo permitirme hacer nada, pero hacerlo bien porque quiero. ¿Por qué tantas veces elijo sabotear mi propia libertad con semejante existencia?

Entre estos pensamientos se coló el recuerdo de mis primeras pisadas como corredor, con mi padre y mi hermano al lado un día de junio de 1993. Como todas las mañanas de ese verano, entró en nuestro cuarto dando voces para levantarnos y que hiciéramos la mochila para ir a correr. No consentiría un verano entero de “no hacer nada”.

Olía a tierra, a hierba y al rocío de las 7:30 cuando me vinieron esas ganas de vomitar y esa extraña sensación de hormigueo en los testículos al concluir mi primer kilómetro y medio, después de que mi padre me ganara ese último sprint de 100 metros. Esa sensación me acompañó al cerrar ese mismo sprint cada mañana, sin poder ganarle a mi papá hasta uno de los últimos días de agosto. Hizo bien en dejarse ganar, como sospecho que hizo, pues esa pequeña ‘victoria’ me dejó la sensación de que podía correr.

Se esfumó la obligación de ir a correr cuando terminó el verano y volvía la vida “normal” de colegio, fútbol y actividades extraescolares que servían de coartada para dejarlo, pero mi cuerpo de 12 años sintió por primera vez esa nostalgia tan difícil de explicar. De obligación, correr pasó a convertirse en una de mis pasiones. Empecé a ir al mismo campo por la tarde, yo solo. Pasé del kilómetro y medio a tres, y poco después a cuatro y medio. Empezaba a oler a hojas secas cuando ya corría seis kilómetros sin parar.

Ya nunca podría vivir sin correr salvo por alguna lesión de futbolista y hasta que, 27 años después, tuve que dejar de hacerlo ante el decreto del Estado de Alarma por el coronavirus.

Aproveché el sábado, 14 de marzo, para salir una última vez, pues no sabía cuándo podría volver a hacerlo. Se sentía la primavera en los colores, en los olores y en el bullicio aunque aún estuviéramos en invierno.

Tardé algunos días en dejar de fantasear sobre una huida a la montaña sin que nadie se diera cuenta, o de irme en Metro, con la vestimenta para correr ya puesta, hasta alguna zona de polígono industrial donde no hubiera vigilancia. Acepté la realidad y adapté mi necesidad de deporte al confinamiento con 45 minutos de salto a la comba a la hora de la comida y con un entrenamiento de fuerza dentro de casa. Me ha ayudado a mantener la forma y a convencerme de que se puede vivir sin correr. Si me obligan. Se ha convertido así en una metáfora de mi propia libertad. Pasarán meses, años quizá, antes de que pueda volver a pensar que ‘no tengo ganas de ir a correr’.