“Era uno de mis únicos amigos”, dijo la voz entrecortada de mi padre en medio el desconcierto que debe producir la muerte de tu mejor amigo desde la universidad y padrino de tu segundo hijo. 

MADRID, España.- Desde que me fui de México hace casi veinte años he contestado varios teléfonos para recibir la noticia de la muerte de alguien cercano a miles de kilómetros de distancia. Las tragedias de la familia Narezo y de mi tía Marisa me arrastraron hasta el fondo de los infiernos donde se mezclan de forma incomprensible la maldad y la saña con el miedo, el dolor y el sufrimiento de personas a las que les arrancaron la vida de cuajo.

La última caída de mi abuelo Monroy me dejó huérfano de un tipo de referente masculino que pocas veces he encontrado en mi vida. También me marcaron las muertes de Susan, mi maestra de primaria y suegra de mi hermano mayor, y de Blanca, consumida por un cáncer de mama que dejó a hijos huérfanos.

Un día de febrero comes en casa de José Carlos García Fajardo, el profesor más determinante en tu formación, y de su esposa Valle. Cinco meses después, recibes la noticia de la embestida de un coche a 200 kilómetros por hora que impedirá una muerte natural y en paz como merecía aquella mujer gallega que te llamaba moina con una sonrisa pícara y que te hacía sentir siempre en casa. Aunque fueras, en efecto, un moina.

La relación que tenemos en México con la muerte no blinda a nadie ante la noticia recibida a 9.000 kilómetros de distancia con un Océano de por medio que a veces une y otras te hace sentir aún más lejos del abrazo y la palabra para ahuyentar la soledad.

Celebro la vida eterna que garantiza el recuerdo que mantenemos de esas personas en nuestros corazones como en la película Coco. Aplaudo el colorido, la vida y los momentos felices compartidos que se sobreponen a cierta muerte llena de pesar, de culpa y de remordimientos. Pero esta resiliencia no evita la orfandad que siento cada vez que recibo esa llamada, consciente de que un día seré el siguiente en la fila y que, el día señalado, mi hija, mis hermanos y las personas más cercanas a mí recibirán esa misma llamada con el eco de mi nombre. Más que como cinismo o pesimismo, lo veo como un gesto de humildad, como un paso necesario para vivir más despiertos, para estar aquí y para recordar que hoy es el único día.

La comprensión de la muerte en un plano mecánico y de las funciones vitales no ahuyenta el desasosiego que produce el apagón de una persona a la que conocimos. Saber que se detuvo su corazón y que de su boca salió el último de sus suspiros apenas sirve de consuelo cuando caemos en la cuenta de que no la volveremos a ver. Nos preguntamos entonces cuándo fue la última vez que la vimos, cuáles las últimas palabras que intercambiamos.

Sentimos de pronto el cerco de la muerte sobre nuestros seres más cercanos. Resulta inevitable pensar en nuestros abuelos, en nuestros padres, en amigos con algunos años más con nosotros y en todas aquellas personas que, de acuerdo con lo previsible en el mundo de la predicción estadística, dejarán de estar en el mundo físico cualquiera de estos días. La vida religiosa y la fe, el yoga, el mindfulness, Osho, Facundo Cabral e incluso Paulo Coelho pueden ayudarnos a encontrar cierta paz, pero cuesta evitar la sensación de orfandad por la muerte de una persona de la que muchas veces no nos pudimos despedir.

Sólo pude decirle dos cosas a mi padre cuando me anunció la muerte de Carlos Ameller, padrino que me legó su nombre, mi amor por el Barça y por la ciudad de Barcelona, y el escepticismo como actitud fundamental en la vida.

Lo siento y no sé ni qué decirte, papá. Creo que mi padre percibió, al otro lado de la línea, que su dolor me había roto el corazón. Entendió que me había puesto en sus zapatos para comprender la soledad por la pérdida de un amigo de tantos años y el miedo que provoca una muerte que nos merodea desde el instante en que nacemos con un cuerpo lleno de vida que palpita y que merece ser vivida, aún con el dolor que producen las ausencias.