“Así es ahora La taurina, a donde recitábamos versos hace años, con Brígida Montiel y otros, entre tintorros de California y tacos de barbacoa. ¡Qué maridaje!”, dice en esta crónica mestiza Gonzalo Estrada Cervantes, que volvió a esta cantina de Texcoco para constatar que vale la ‘pena’ alimentar algunos recuerdos.

A Bicky Montiel

En contra de la suerte de la casa de pensión que desapareció en un barrio de Paris, según cuenta la canción de la Bohemia, La taurina, una cantina ubicada en el centro de Texcoco, seguía ahí cuando regresé a México. Intacta. Superviviendo a crisis y a parroquianos.

Lo único nuevo, una rocola con CD’s y un nuevo regente: Silvino. El de toda la vida desapareció entre un pase de chicuelinas y un natural de pecho. Las mismas grietas en techos y paredes, las mismas goteras y los mismos carteles de glorias pasadas del toreo español: Luis Miguel Dominguín, Paquirrí, Manolete y el Cordobés comparten unas  paredes que, advierto,  se sostienen gracias a ellos. Parece que sólo dos o tres trapazos le han dado al piso desde mi ausencia, que suma casi una década.

En una mesa contigua, diez años ha, está el mismo profesor universitario, con “más años que Mari Castaños”. Su pelo pinta canas a pesar de los tintes y su sonrisa exige una restauración completa. Pide a Alberto, el trovador, más rechoncho que un mono de alcancía, puras de dolor, a favor y contra de ellas. Le apura  a que recuerde y le cante las mismas canciones que el año 1975 le interpretó en ese mismo tugurio. Alberto, mejor conocido como “el siete bares”, que con una sonrisa cuenta que en ese mismo año llegó de su natal Yucatán a la cantina Los compadres, cercana a la cárcel de mujeres en Santa Martha Acatitla, presume que conoció a José Alfredo Jiménez. Al decirlo se le inflama más el pecho y los parroquianos piden otra canción más desgarradora que Cucurrucucú paloma.

Alberto, “el siete bares”, ya cascado de la garganta, arguye tener una cita con otro habitué en otra cantina, en La imperial, y se despide, previa exigencia de quien le ha pagado las últimas piezas de que cante El pilón. Lo hace de carrera con fina estampa, de Chabuca Granda, y se marcha.

Un bolero más educado que un  Sir completa la escena; hace “chillar” las botas imitación piel de cocodrilo de un ranchero enamorao que ordena otra ronda de cervezas para todos.

Luego, la rocola toma la estafeta, a tres canciones por diez pesos, y transita de Temerarios a Maná, de la Dúrcal a la Villa, de Juanga a Paquita la del Barrio, y hasta de The Beatles a Travolta.

Así es ahora La taurina, a donde recitábamos versos hace años, con Brígida Montiel y otros, entre tintorros de california y tacos de barbacoa. ¡Qué maridaje!

Caigo en cuenta de que los toreros de los carteles necesitan de banderilleros, monosabios y alguacilillos para seguir sosteniendo esas paredes. Sobre todo, buena falta que hace aquel regente de antaño. Ya volverá al ruedo, con alguna Verónica, por la puerta grande como la de la plaza México, o bien de las Ventas de Madrid. ¡Que sí!