La muerte del futbolista Nacho Barberá, de 13 años, en pleno partido y aún por causas desconocidas, me hizo revivir uno de los episodios de mi infancia que más me impactaron.

Calentaba con mi equipo detrás de la portería en el campo de fútbol del laboratorio farmacéutico Searle, cerca de Cuemanco y de Xochimilco (Ciudad de México). En el campo se enfrentaban dos equipos de una categoría inferior. Lo recuerdo porque mi hermano Pablo jugaba con los adversarios del equipo que perdió en combate a uno de sus jugadores, que cayó desplomado en un córner.

Al instante lo rodearon jugadores de ambos equipos. Primero pensé que había sido un codazo, pero luego lo descarté porque, a esas edades, los jugadores suelen confiar más en su destreza para intimidar a sus adversarios. Luego pensé en un choque de cabezas o en un pisotón involuntario. Pero no. Pasaban los minutos y el niño permanecía inmóvil. Supe que era algo grave cuando el entrenador gritó mientras corría que llamaran a una ambulancia, que llegó poco después. Demasiado tarde.

Me impactó en lo más profundo que mi entrenador, Albor Sánchez, me dijera a los pocos días que el niño había muerto de una aneurisma. No sabía con certeza por qué pero creo tenerlo más claro hoy que sentí lo mismo al ver la foto de Nacho Barberá con la noticia de su muerte en Valencia. Por un lado veo en mi mente la imagen de mis dedos que se atan las botas, lo último que suelo hacer antes de entrar en el campo. En las miles de veces que lo he hecho, jamás he pensado en la posibilidad de que, minutos más tarde, me vaya a despedir de la vida y del mundo sin darme cuenta. Pienso en Eumir, en Nacho, en Osvaldo, en Shombo, en el Califa, en el Chino, en Luis Daniel, en el Tepi y en todos los que han sido mis compañeros de equipo. Me recorre un escalofrío al pensar que cualquiera de nosotros pudo haber caído desplomado un domingo de fútbol cualquiera.

Por otro lado pienso en la sensación de dolor, de incomprensión y de absurdo de esos padres que miran hacia todos lados en busca de un consuelo y de una explicación. No los conozco pero los abrazaría si pudiera y compartiría un momento de duelo con las personas del UD Alzira que acaban de perder un pequeño talismán. Va por ellos también. Pero va sobre todo por Nacho, por el niño de aquella mañana de domingo en Searle y por todas las personas que dejan el mundo antes de tiempo, sin poder terminar su partido de fútbol.


Foto de Nacho Barberá obtenida de la cuenta de Twitter del UD Alzira y, la otra, de Armando Anaya, que entrenó a equipos juveniles de Tigres y de Celaya en la Ciudad de México