“La segunda vez que nació fue cuando cumplió 21 años. Ese día, pasó la revolución por su pueblo y Amelia dejó de ser lo que había sido hasta entonces para convertirse en lo que siempre había querido ser: un hombre de verdad”. La periodista Laura Martínez Alarcón nos cuenta la primera parte de esta Historia Mextraordinaria de la Revolución Mexicana.

El 3 de noviembre de 1889, en un caserío cercano a Xochipala, Guerrero, nació Carmen Amelia Robles Ávila. Hija de Josefita Ávila y Casimiro Robles, un ranchero acomodado, fue la menor de tres hermanos. Como muchas niñas de su pueblo, aprendió a leer y a escribir en una escuela de monjas, así como a bordar, cocinar y tener impecablemente almidonadas las camisas de los hombres de la casa. Sin embargo, a ella lo que más le gustaba era echar tiros y domar potros.

La “güerita Amelia”, como la recordaban los vecinos, fue siempre una jovencita caprichosa cuyo carácter rebelde no pudo ser domesticado ni por las mismas monjas de la Sociedad de las Hijas de María de la Medalla Milagrosa. Quedó huérfana de padre siendo adolescente y la llegada de un padrastro no resultó ser un feliz acontecimiento en su vida; de hecho, fue como un aguijón que espoleó aún más su espíritu insurrecto. Algo debió ocurrir para que la muchacha -descrita por el narrador Febronio Díaz como “una mujer en verdad bonita, nívea, con trenzas de trigo maduro, ojos verdes y serenos que se tornaban felinos e intimidantes”- llegara a odiar tanto al marido de su madre.

La joven Amelia no estaba hecha para llevar la confortable vida de una hija de hacendados y cuando se quiso ir lejos para estudiar medicina, su familia no se lo consintió. Entonces, llegó la revolución, la “bola”, y su suerte cambió. No se sabe a ciencia cierta bajo qué circunstancias la joven se unió al Ejército Libertador del Sur, encabezado por el general Emiliano Zapata. Algunas fuentes dicen que fue Josefa, su madre, quien la entregó a un guerrillero a cambio de protección. A partir de entonces, su vida se transformó radicalmente.

 

Amelia no quiso engrosar las filas de las soldaderas, aquellas mujeres que viajaban a la zaga de las tropas siguiendo fielmente a sus maridos o parejas. Ella no quería andar cuidando chamacos de nadie ni confortando sexualmente a los compañeros; ni estaba entre sus planes preparar las barracas ni la comida de la milicia. No. Amelia decidió ir mucho más allá y ser otra cosa. Se cortó las trenzas, cambió una “a” por una “o”, y pasó a convertirse en lo que siempre había querido ser, un hombre. Un hombre de verdad.

Su nueva identidad no necesitó de cirugías estéticas ni tratamientos hormonales. Solo tuvo que usar un bisturí imaginario para cortar de cuajo todos los prejuicios de un montón de machos bigotones y sombrerudos que andaban haciendo la revolución. Con gran facilidad puso en práctica lo que había aprendido de niña: lazar y montar caballos, manejar armas y afinar la puntería. Con cada gesto, pregonó su virilidad y se ganó el respeto de propios y extraños.

Para machos, ella misma vestida de traje oscuro, camisa clara y corbata, sombrero de ala ancha y una actitud desafiante que parece decir, “y ustedes, ¿qué chingaos me ven? ¿Soy o me parezco?”. Así la muestra una fotografía de estudio, tomada probablemente en 1915, en la que también se observa su mano izquierda, firme y retadora, exhibiendo sin disimulo una gran pistola. A partir de entonces -¿o, ya desde antes?-, cuidó con esmero y eficacia su vestimenta masculina, sus maneras y actitudes de hombre de campo para que nadie tuviera la más mínima duda de con quién estaban tratando.

Estuvo bajo el mando de los principales jefes revolucionarios de su región y se distinguió por ser un soldado intrépido. En una especie de bitácora de campaña, escrita de su puño y letra, dejó registradas más de 70 acciones militares en las que intervino entre 1913 y 1918, año en que entregó las armas. Por su valentía, fue reconocido con tres estrellas por el mismo general Zapata, quien le tuvo gran aprecio. Fue herido en combate, estuvo dos veces en la cárcel y llegó a encabezar un regimiento de más de 500 milicianos que jamás osaron contradecirle una orden. Vino la bola y me fui con ella. Al principio no dejó de ser una mera locura, pero después supe lo que defiende un revolucionario y defendí el Plan de Ayala, solía recordar el coronel muchos años después.