“’Si un mexicano odia lo español, se odia a sí mismo’, afirmada el historiador Miguel León-Portilla, a quien cita en este artículo Fernando J. Padilla Angulo. ‘Renegar de Hernán Cortés y de España en México es un inútil acto de rebeldía histórica, tan absurdo como sería renegar de la herencia de Roma en España’, añade el autor, que pide rigor histórico a los la ‘acomplejada clase política’ de ambos países para asumir la importancia de una figura crucial para la historia de ambos países y del mundo.

Por Fernando J. Padilla Angulo.

Este año se cumplen cinco siglos de la llegada de Hernán Cortés y sus hombres al imperio de los mexicas en 1519. El simple arribo de un puñado de castellanos a tierras americanas fue el inicio de un proceso que cambió para siempre la historia de México, de España y del mundo. La conquista y colonización que le siguieron, sangrientas pero fructíferas, crearon una civilización mestiza que sigue uniendo a España y América, y dieron pie a una intensa circulación de personas, ideas, bienes, alimentos, animales e incluso enfermedades que han formado nuestra realidad material e intelectual.

Sin embargo, parece que la llegada de Cortés a México no se va a conmemorar. El legado del conquistador extremeño resulta demasiado incómodo para una sociedad que se ofende con facilidad y rehúye del pensamiento. Su figura, aunque crucial, se ve nublada por los profundos complejos que condicionan a las sociedades española y mexicana en la relación conflictiva que ambas mantienen con su pasado.

Recientemente, en la presentación de la política de proyección cultural de España en el mundo para el 2019, José Guirao, ministro de Cultura, aseguró que no se va a conmemorar el quinto centenario porque “en México es complicado”. A la pusilanimidad del actual gobierno, que también está dejando pasar los cinco siglos de la primera vuelta al mundo iniciada por Fernando de Magallanes en 1519 y concluida tres años más tarde por Juan Sebastián Elcano en nombre del emperador Carlos V, se añaden una clase política generalmente inculta, y un complejo de culpabilidad de profundas raíces históricas. La campaña iconoclasta contra las estatuas de Cristóbal Colón y los conquistadores españoles que han tenido lugar en varios lugares de América desde hace años, apenas han recibido la más mínima respuesta por parte de los dirigentes políticos y culturales españoles.

Complejos y falta de rigor histórico

Abrumadas por la Leyenda Negra, las elites dirigentes españolas llevan siglos asumiendo con contrición los mitos y falsedades elaborados contra la presencia de España en América. De la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) de Bartolomé de Las Casas a Las venas abiertas de América Latina (1971) de Eduardo Galeano, por citar las obras más conocidas, este relato emocional -pero poco amigo de los archivos- de la conquista y colonización apenas ha obtenido respuesta.

La cultura oficial española sigue reticente a abordar con rigor histórico el impacto de la conquista y colonización de España en América. Las elites, y parte de la sociedad, siguen padeciendo un profundo complejo de culpabilidad respecto a su pasado imperial, fruto de la ignorancia y el sectarismo político. En efecto, buena parte de la izquierda sigue oponiendo una enmienda a la totalidad a la historia de España, haciendo hincapié de manera especial en el supuesto genocidio cometido por los españoles en América. “Nada que celebrar”, es la consigna que se repite alegremente cada 12 de octubre. El problema de esta premisa es que, para celebrar o denigrar, primero hay que conocer.

A pesar de este panorama, la inesperada popularidad de los trabajos de Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra (2016) y de Pedro Insua, 1492: España contra sus fantasmas (2018), indican la existencia de una tendencia cultural que va en otro sentido. Mucho tiene que ver la actual dinámica política en España, pero eso es material para otro artículo. A la Leyenda Negra no debe substituirle una leyenda rosa, pero la revisión del pasado común de españoles y americanos sobre la base del rigor histórico y la honestidad intelectual es más necesario que nunca.

Hernán Cortés y México

En el caso de México, la relación con Hernán Cortés es mucho más complicada, por ser más estrecha. En El laberinto de la soledad (1950), Octavio Paz consideró con razón que los mexicanos siguen incapaces de reconciliarse con su propio pasado de conquista, colonización y asimilación cultural al mundo hispánico, cuando no de descendencia directa de los conquistadores y colonos. Esto se traduce en renegar de Hernán Cortés como quién reniega del padre, y en el desprecio a la “chingada”, la Malinche, por haber abierto las puertas de México al español.

Los traumas dejados por la conquista en las sociedades americanas son profundos y duraderos. Todas las conquistas dejan heridas, y sus efectos no hay que menospreciarlos. La gran civilización hispanoamericana se construyó sobre las cenizas de las que la precedieron. Para los pueblos americanos que vivieron la conquista en su propia piel, asistir al fin de su mundo no fue otra cosa sino una tragedia.

Sin embargo, el gran historiador y antropólogo mexicano Miguel León-Portilla aseguraba que “si un mexicano odia lo español, se odia a sí mismo. Lamentablemente, este es un fenómeno que se da con frecuencia. Rechazar el origen de la lengua y la cultura en la que se reconoce, y de la que se enorgullece, una mayoría de mexicanos genera un conflicto de carácter emocional al que difícilmente se le puede dar una respuesta intelectual.

Por suerte, en México ha habido historiadores que han reivindicado a Hernán Cortés como el padre fundador de México, desde Carlos Pereyra a Juan Miralles, quién catalogó al extremeño como inventor de México en su gran biografía de 2001. Pero sigue costando reconocer que, sin el extremeño, México no sería tal y como lo conocemos. Sin su figura, no se entiende la consolidación de la Nueva España como una sociedad mestiza, arraigada en el mundo material de la gastronomía y el folklore indígena, pero proyectada por la lengua, la religión y las instituciones traídas de España. Esta interacción compleja, a veces violenta pero siempre creadora, se dio desde el momento mismo de la conquista. No sin razón, el historiador coahuilense Carlos Pereyra, en Hernán Cortés y la epopeya de Anáhuac (1906), decía con ironía que los indígenas hicieron la conquista y los españoles la independencia. En efecto, sin los miles de indígenas deseosos de sacudirse el oneroso tributo de sangre que les imponían los mexicas, un puñado de españoles jamás hubiera podido conquistar el mayor imperio americano de su época. No hay más que leer las sensaciones experimentadas por los españoles al entrar en Tenochtitlán que recordó Bernal Díaz del Castillo en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1575), para darse cuenta de la debilidad de los conquistadores al adentrarse en el corazón del imperio mexica. Sin los aliados indígenas, la conquista hubiera sido imposible.

Por todo ello, renegar de Hernán Cortés y de España en México es un inútil acto de rebeldía histórica, tan absurdo como sería renegar de la herencia de Roma en España. No olvidemos, por cierto, que los romanos conquistaron a sangre y fuego la Península Ibérica, costándoles dos siglos dominarla por completo. La política cultural de ambos países demuestra un muy bajo tono intelectual al no conmemorar la llegada de Cortés a México. Profundos complejos nacionales y culturales se encuentran en el fondo de la cuestión. Y, sin embargo, proyectos editoriales en España y en México nos invitan a la esperanza, al ofrecer una visión desacomplejada de la apasionante historia común que nos une a ambos pueblos.

En España pueden preferir olvidarle, y en México le pueden seguir teniendo arrinconado, casi escondido, en una humilde tumba de la iglesia del Jesús Nazareno de la Ciudad de México que él conquistó, pero españoles y mexicanos necesitamos a Hernán Cortés para entender lo que somos.