Carrera de San Jerónimo

Como toda ciudad, Madrid se lava la cara con lluvia; mas hay un ligero aroma imperceptible que la diferencia de toda urbe: es el olor entrañable de la melancolía con la que se avisa el acercamiento del otoño como una cabellera que encanece de pronto.

Jorge F. Hernández.

Hay un olor a verano pasado y una nostalgia feliz de todo lo que aún queda pendiente, olor a páginas intonsas de libros inéditos y perfume de periódicos del pretérito; olor a colonia de Galdós y agua de azar para los nervios, olor a pesetas recién impresas y Heno de Pravia, jersey que huye de la bola de naftalina y abrigo viejo que no logró moho con los calores.

Llueve Madrid y parece que llora Cibeles o que el Paseo de Recoletos se vuelve una casada horizontal de paseo con murmullos; llueve Madrid y los cafés se vuelven islas de oasis y salvación de oleajes ajenos, soledad del silencio y perfume de gardenias. Llueve Madrid y se limpia la conciencia de los distraídos a medio pasillo, se borra el estorbo que producen los bochornos y se abre el bulevar de los sueños rotos. Llueve Madrid y resucita la fabada tan asturiana, la sopa de cocido de fideos añejados en un caldo hirviente y las lentejas con todos los tropiezos propios del otoño o de las páginas de una novela amarillenta que parecía derretirse en el estante para renacer volando con sus páginas en ese viento suave que acompaña la lluvia con la que Madrid parece llorar de alegría.

Si el chubasco de este otoño significa que hemos de alejarnos ya para siempre del sopor y tedio del verano insoportable y si el chubasco de media mañana ha de poner los tonos grises de la realidad ya por encima de la multiplicidad de colores mudos y si la llovizna fría de media tarde ha de simbolizar la antesala de un fin de año recurrente y esperanzador, cierra entonces los ojos entrañable diosa Cibeles y celebra que, por hoy, llueve Madrid.